Partida doble (IX y X): La columna del haber por Vania Vargas imagen

Compartir la mesa: hablo de ese acto de comunión que profesan la cristiandad, las familias y los restaurantes de comida rápida.

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IX

Cien años es mucho tiempo. Los centenarios pertenecen a las instituciones, a las leyendas, a los monumentos. Algo de todo eso ha de tener mi abuelo, que este año alcanzó los cien. El hombre que alguna vez fue engranaje, hoy es un péndulo lento que habla del paso del tiempo, hamaquéandose en silencio en el corredor de la casa que mira hacia el cerro. Allí, hace muchos años no había nada. Su casa estaba unos metros atrás, allí donde hoy ya no hay nada. Ni los cuartos ni la cocinita ni el patio. Lo único que permanece igual, inamovible, que seguro tiene cien años, como él, porque en realidad todo tiene la edad de nuestros ojos, es la sierra. Seguro hubo una época en que la sierra era más grande, inmensa, como para mí alguna vez fue su casa, la ruta, las tomas de agua, la distancia. Conforme fue pasando el tiempo, la aprendieron a medir sus pasos, se aprendió sus caminos, sus fronteras de alambre, sus habitantes, se volvió familiar, como aún le resulta familiar el rostro de sus hijas o el nombre de sus hijos. Muchas cosas y muchas personas se perdieron a estas alturas: La he visto, le dijo a mi padre mirándome fijamente, pero no sé quién es. Lo bueno es que para el abuelo nunca ha sido difícil hablar con extraños, y así lo acompañé un rato al lado de la hamaca, viendo hacia el cerro como él lo ve, como un espejo verde, una poza vertical que refleja los caminos que él tiene en la memoria cuando se acuesta y dice: voy al cerro, y cierra los ojos. No todos llegan a los cien años, él lo sabe. A mí y a algunos otros nos dejó en el camino.

X

Compartir la mesa: hablo de ese acto de comunión que profesan la cristiandad, las familias y los restaurantes de comida rápida. Esos que ajustan sus muebles de dos sillas en espacios tan reducidos que propician, sin proponérselo, un nexo entre extraños. No es que se compartan los alimentos, aunque casi todos coman lo mismo, ni que todos hablen entre sí, aunque las voces sean un murmullo que con esfuerzo se puede discernir entre la música pop. Las mesas siempre han tenido sus jerarquías. De esa cuenta, siempre están los que hablan y siempre están los que escuchan. Yo, regularmente, soy de los que escuchan. Y una noche, sentada en el sillón del centro de una mesa larga, aunque levemente fragmentada, de un restaurante atestado, escuché el final del relato de un hombre que estuvo preso en Los Ángeles, escuché a un amante negar una traición tres veces, escuché el cierre de un trato sucio. Las historias que escucho cuando comparto mesa, quizá por esa idea sacramental, se van conmigo como una carga, porque surgen de una relación en la que de alguna manera existe cierta hermandad, en la que de ninguna manera puede haber redentores. Y como yo me dedico a contar las historias que encuentro, las que escucho, en esta comunión la traidora podría ser yo.

PARTIDA DOBLE: LA COLUMNA DEL HABER POR VANIA VARGAS




Pudo haber sido Bonnie Parker, una joven audaz sobre el trapecio volante, interprete de los sueños de algún Presidente, mesera en el restaurante de una carretera solitaria o una abnegada madre de familia, en cambio se pasa los días viendo, sintiendo y tratando de contarlo.

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