La Columna del Haber (V y VI): Por Vania Vargas imagen

La marimba es un sonido que tiembla y que en ese temblor dice más de este país que lo que regularmente le han asignado.

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V

Los miércoles por la tarde hay marimba en el Parque Centenario. Durante un par de horas la gente se reúne allí para escuchar, observar y bailar. A distancia llega hasta mí la cadencia de sus melodías, sus escalas, sus repeticiones. Eso es Guatemala, dicen cuando la escuchan. Pero Guatemala, en realidad, suena de otra manera. Tome esa melodía, déjela caer, hacerse pedazos. Observe cómo rebotan, cómo se alejan, se difuminan. La marimba es un sonido que tiembla y que en ese temblor dice más de este país que lo que regularmente le han asignado. Encontrar ese lenguaje que habla del delirio de un territorio y de su historia ha sido el gran logro estético de un compositor como Joaquín Orellana. Saber escuchar y traer los sonidos desde esa dimensión en donde todo es caos, donde la melodía es período de gestación de un país que quizá algún día será.

Los grandes artistas son, de alguna manera, una especie de sacerdotes o profetas. Joaquín Orellana lleva sin duda en sí mismo esa unción. Su arte ha sobrevivido el tiempo, la incomprensión, la censura. Su arte ha sobrevivido a Guatemala, su violencia, su indiferencia. Y así ha venido a conformar ese grupo de grandes obras que sin decir su nombre, la nombran, delirante y mestiza: como la obra de Miguel Ángel Asturias, como la arquitectura de Efraín Recinos. Si a mí me preguntan a qué suena “El tiempo principia en Xibalbá” de Luis de Lión, no dudaría en nombrar a Orellana, el genio que como Oliverio Girondo -el poeta argentino que caminó hacia atrás desde el lenguaje hacia el balbuceo en la Másmedula- volvió de la melodía a los sonidos cercanos al caos primario para nombrar esta gestación de país que todavía se alarga.

Orellana está por cumplir 80 años y todavía tenemos una reunión pendiente. Uno de estos días me esperará al salir del trabajo y caminaremos a su paso media docena de cuadras hasta llegar al Granada, donde pedirá para él media botella de Ron y una Coca Cola que irá consumiéndose mientras yo lo escucho tararear, hacer cabalgar sus dedos sobre la mesa, llevar el ritmo que hay en su cabeza con el pie, contar historias, responder preguntas y hacer juegos de palabras. Porque su relación con el lenguaje, su infancia, su vida, ha sido sonora, a pesar de todo, incluido el exorcismo de San José. Hay gente que nació para ser ave, y Joaquín Orellana gorjea como único en su especie.

VI

No sé en qué momento la imagen se instaló frente a mí, en el sillón delantero del autobús. Recostada contra la ventanilla, como quien cede ante el cansancio, iba una mujer con un güipil de esos que llevan en el cuello un pequeño universo de pájaros y flores; y recostada, contra su hombro, iba la cabeza de un niño con una gorra de estampado militar. La imagen me golpeó como golpean algunas certezas. E inmediatamente ya no era una madre y su hijo en el asiento de enfrente de un autobús lleno: se trataba de la personificación de un país, congelada en una línea de tiempo que abarca décadas de contrainsurgencia. Era una mujer con nombre de país y un hijo con rango impuesto para pelear en su contra. Era un pedazo de historia que no es que aquí se haya olvidado, peor aún, se ha decidido voltearle la mirada. Me levanté. Ya se aproximaba mi parada. Abracé la imagen y la traje hasta aquí.

Partida Doble: La Columna del haber por Vania Vargas




Pudo haber sido Bonnie Parker, una joven audaz sobre el trapecio volante, interprete de los sueños de algún Presidente, mesera en el restaurante de una carretera solitaria o una abnegada madre de familia, en cambio se pasa los días viendo, sintiendo y tratando de contarlo.

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