La Columna del Haber (III y IV): Por Vania Vargas imagen

En algún lugar hay una fotografía que, imagino, siempre cuenta una historia diferente.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

PARTIDA DOBLE: LA COLUMNA DEL HABER

Vania Vargas

III

Varias veces al día me asomo al balcón del tercer nivel. Soy uno de esos insectos insistentes que rebotan contra los vidrios cuando no encuentran la salida. Desde hace algún tiempo ya no me detengo a ver las montañas para calcular por dónde pasa el camino de regreso a casa. Desde hace algún tiempo tampoco tengo en quién pensar. Entonces solo me asomo y me dedico a observar la plaza, el movimiento de la gente y de las sombras en la medida que el sol cambia de lugar. Yo también cruzo por allí todos los días. 

Esquivo a sus estudiantes, sus palomas, sus niños, su olor a mariguana en los arriates, sus fotógrafos, sus carretas de granizadas, sus merolicos, sus vendedores de maicillo, sus pastores evangélicos, sus turistas, la brisa de su fuente y sus locos. Sé que en ese ejercicio cotidiano he alcanzado uno de los niveles de la ubicuidad, ese en el que soy parte del contexto en la historia parcial que narran decenas de fotos de viajeros que, mientras yo sigo mi camino, quedan abrazados a media plaza en un clic, señalando el Palacio Nacional, sonriendo o levantando el pulgar. 

En algún lugar hay una fotografía que, imagino, siempre cuenta una historia diferente. Me la tomé a la par de un turista solitario que esperaba que otro extraño lo retratara frente a Catedral. Cuando yo pasé cerca me gritó, quería que me tomara la foto con él. Contrario a lo que habría hecho otro día cualquiera, caminé unos pasos más y me detuve. Regresé a donde estaba el hombre esperando mi reacción. Me acomodé la ropa, me arreglé el pelo, lo tomé del brazo y mientras recordaba el viaje más hermoso de mi vida, sonreí. Listo, dijo el fotógrafo, y mientras entregaba la camarita, yo continué mi camino. Esta es la primera versión de la historia. El turista desconocido tendrá otras versiones por contar, seguro mucho más interesantes.

IV

Cada vez que se termina el día deberíamos tener la posibilidad de pedir una última voluntad, como los condenados que somos, como sobrevivientes. Enunciarla o visualizarla en silencio, para nadie más que para nosotros o para la incertidumbre, y salir a buscarla. Un deseo trivial -quizá- posible, inmediato. Un símbolo del impulso vital de los sentidos, una práctica previa al adiós, antes de cerrar los ojos. Pongo el punto. Mi última voluntad de este día toca a la puerta.

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