Casa de muñecas imagen

Allí, sobre la larga mesa de trabajo, una mujer negra, vestida con malolientes harapos, le estaba sacando los ojos con una ganzúa a una joven de 15 años.

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Martita cumplió los nueve años con una sorpresa inesperada y, por lo tanto, no deseada. Sus padres, dueños de una tienda de antigüedades que traía lotes de piezas desde Cuba, Estados Unidos y Europa, tenían acceso a objetos, muebles y otros artículos poco usuales en el mercado local chapín. Desde que abrieron el negocio, primero como un tímido bazar, empezaron a prosperar rápidamente. En el ejercicio de comprar y vender objetos antiguos su ojo se fue refinando y terminaron siendo los marchantes más buscados por los coleccionistas. La niña, que ya tenía bastante con vivir en un museo, se quedó muy decepcionada al ver la casa de muñecas que, inocentemente, le obsequiaron sus papás.



No le importó que le dijeran que el conjunto era de finales del siglo XVIII, que era única y que su diminuto menaje había subsistido más de doscientos años, que algunos objetos pertenecían al Rococó francés, en fin. La niña lo que quería era una computadora de última generación y no un armatoste que ocupara la mitad de su cuarto. Ambos se miraron desilusionados, habría que llevar el mueble a la biblioteca, en donde se vería espectacular. La niña, por su lado, obtuvo el regalo que tanto estaba esperando.

Curiosamente fue Miguel, el hermano mayor de Martita, quien quedó subyugado con la casa. Él, junto a su padre Miguelón, empezaron a investigar sobre el sofisticado sistema de iluminación y otros detalles del funcionamiento de aquella exquisita mansión. Mientras Marta Julia, la madre, limpiaba minuciosamente, habitación por habitación, cada detalle que resultó arrojar miniaturas de fina porcelana, esmaltados orientales, primorosa marquetería, en fin. En el sótano, se topó con un recipiente con las iniciales W. M., que, finalmente resultó ser el depósito desde donde se alimentaban las lámparas de gas de la casa. Y las iniciales, las de William Murdoch, quien patentó la lámpara de gas en 1792. Lo que quería decir que la casa fue evolucionando, al menos en sus primeros años, con las innovaciones de la época. También se topó en el sótano con una trampilla y, en su interior, con los restos de una muñeca de tez negra vestida con andrajos. La tomó con mucho cuidado y la colocó, envuelta en un paño, en la caja donde estaban las demás muñecas que tenía que limpiar. “Esta va a necesitar restauración”, dijo en voz alta.



La noche del día en la que apareció la muñeca fue una jornada de sueños entrecortados y pesadillas para toda la familia. Todos, se visualizaron dentro del caserón, a oscuras. Gritos desesperados, angustiados, venían de los bajos de la casa. Uno de ellos era desgarrador por la ansiedad que emanaba. Como si alguien le estuviera haciendo un daño muy doloroso y de forma metódica. Los lamentos venían del área de servicios. Asustados se juntaron en la cocina, frente a la puerta del sótano. Miguel papá, tomó instintivamente una vela de la gaveta de la platera y la encendió. “Cómo sabía que las velas estaban en esa gaveta?”, pensó. Bajaron las gradas extremadamente asustados y sin la capacidad de articular cualquier tipo de sonido que se les quedaba ahogado a la altura del estómago.



Allí, sobre la larga mesa de trabajo, una mujer negra, vestida con malolientes harapos, le estaba sacando los ojos con una ganzúa a una joven de 15 años. Amarrados a cuatro sillas, otras tres mujeres y un varón de unos 19 años, se lamentaban ya con los ojos vaciados y mucha sangre en la ropa. Amontonados en la puerta, paralizados del pánico, vieron la escena con el corazón palpitante. Un movimiento de Martita alertó a la carnicera que volteó a ver a donde ellos estaban con una mirada de terrible odio. Apagó, su candil. Comenzó a caminar hacia ellos despacio, como una fiera al acecho. La puerta detrás de ellos se cerró de golpe y con el aire, se apagó la llama de la candela quedando todos a oscuras. Despertaron bañados en sudor.



Temprano, lo primero que hizo Marta Julia fue ir a la caja donde tenía guardadas las muñecas. Dejó a un lado la muñeca negra y destapó, con cuidado, el resto de la colección. Con horror descubrió que ninguna tenía ojos. Las cuencas donde estuvieron los ojos de cristal estaban vacías y sus caritas en una expresión de dolor y terror. Por último, destapó la muñeca negra; las pequeñas canicas, que el día anterior estaban en las hermosas caritas de porcelana, rodaron por la mesa junto con la ganzúa. La muñeca resbaló de sus manos, haciéndose añicos en el suelo. Recogió los pedazos y los metió, en una caja minuciosamente sellada, en el mismo lugar donde la había encontrado. Ese mismo día donaron la casa a un museo y se olvidaron de ella. Al menos, por un tiempo.

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