Hace unos días fue la inauguración del Árbol Gallo. Esa tarde debía pasar por El Obelisco hacia el apartamento donde estamos viviendo temporalmente.
Me fue realmente molesto hacer una gran cola desde el Bulevar Liberación hacia mi destino. Mientras pasaba en el tráfico maldiciendo el bendito árbol gigantesco, me detuve a ver los rostros de las familias que apresuradas llegaban desde temprano a ver el espectáculo.
Me fui hacia casi 30 años atrás, cuando mi mamá recortaba en el periódico el anuncio de las Luces Campero y el desfile de Paiz para anunciarnos que vendríamos a la capital a presenciar esos eventos. Inmediatamente, un nudo se me hizo en la garganta.
Yo fui como esa niña que su mamá le ayudaba a cruzarse la calle en medio de los carros pidiendo o rogando vía.
Me vi reflejada en la actitud de una mujer que hacía cola desde las 2 de la tarde sentada en un banquito, mientras repartía unos panes a sus hijos y sobrinos. Esa podría haber sido mi mamá hace 30 años atrás.
Recuerdo haber venido desde Jalapa a hacer cola, a buscar el mejor lugar junto con mi mamá y a disfrutar al máximo de estas actividades. ¡Fui tan feliz!
No sé en qué momento me volví tan egoísta. En qué momento me volví tan capitalina que se me olvidó que estos espectáculos marcaron mi infancia.
Mientras miraba las luces de la inauguración del Árbol Gallo detrás de una ventana mi hija me suplicaba: “Mami, prométeme que me llevarás a ver el Árbol Gallo”.
Mi mamá la tomó de la mano y caminaron a ver los últimos minutos del espectáculo.