Yo fui kaibil y así maté mi conciencia, Parte 2 imagen

Esta es la segunda parte de una historia que nace de la convivencia durante una semana y media con Alejandro, un encargado de bodega, un guardia de seguridad… y antes de eso integrante de la G2 y ka

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Esta es la segunda parte de una historia que nace de la convivencia durante una semana y media con Alejandro. Fue en la supervisión de una obra que realicé en la Costa Sur de Guatemala. Él era el encargado de suministros de una bodega móvil. Antes de eso fue guardia de seguridad… y antes integrante de la G2 y kaibil.

Lea aquí la primera parte YO FUI KAIBIL, Y ASÍ MATÉ MI CONCIENCIA, PARTE 1

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La temporada lluviosa en la Costa Sur de Guatemala es una cascada que se precipita al unísono en 37 mil km². Nosotros estamos en medio en una construcción que se agita con los vientos que azotan las gotas de agua contra todo lo que se encuentre a su paso.

Es una danza de agua. “Es una bendición que llueva tanto, Pablo”, me dice Alex. “Si no no habría caña, y sin caña quién le daría empleo a este indial”. La lógica de Alex es pacata, simplista y está dentro de los parámetros del pensamiento sociocultural del guatemalteco promedio: el mismo que vota por gobiernos pro militares.

Yo no digo nada. Caminamos entre la obra ahora que escampó. Algunas aves cantan y se aprovecha para avanzar en la construcción, con lo que se puede, con los tiempos de entrega. Alex me dice que en la montaña la época de lluvia es linda y jodida. Por eso se llama “lluvia”, me dice, “tiene nombre de mujer porque es buena y cabrona al mismo tiempo. Le hace bien, pero en exceso, lo chinga todo”.

Su pensamiento mágico me divierte. Nos divierte a los que escuchamos. Reímos un poco y uno de los albañiles se ha dado a la tarea de recoger los mangos que el chubasco de la tarde dejó en el potrero, a 300 metros de donde estamos.

Extrae un cuchillo pequeño que usualmente carga en una funda especial en la bota industrial. “Está chilero su cuchillo, Alex”, le digo. Me explica que ese no es un cuchillo, es un puñal porque es de hoja corta, tiene filo en ambos lados y es una buena herramienta. Todo esto lo explica mientras rebana un pedazo de mango. Me convida.




Mango en boca me cuenta que su tiempo de recuperación de las heridas sufridas en la emboscada, si bien fue doloroso, fue una época tranquila. “Me trataron bien en el hospital, usté. Allá usté entra por algo y le dan el servicio completo, lo tratan como rey, los doctores son amables y no son creídos como los del IGSS, que lo maltratan a uno y lo dejan a su suerte. Lo mejor de ser soldado es el hospital”, me dice.

“Fue año y medio de recuperación, fíjese. Ya nunca pude volver al servicio porque ya no servía para las largas caminatas ni para las carreras que hay que hacer allá. Allí me puse gordito, usté”, se ríe y hace ademán con sus manos de cómo pasaba comiendo todo el tiempo. Fueron sus años tranquilos, me confiesa. Allí hizo buenas amistades y fue célebre por su disposición de ayudar en lo que fuera.

“Yo tenía miedo de salir en época lluviosa”, me confiesa. “Yo imaginaba que tener tanto metal en el cuerpo me haría un imán de rayos y que un día, caminando, me iba a caer uno en mi cabeza y allí ve, ixcamic. Pero los doctores me convencieron de que era un mito que uno se volviera pararrayos, y si llegaba a pasar ya qué, total ni se sentiría nada”.

“Supongo que si le cae un rayo a uno en la cabeza es como un tiro de esos que me metieron, solo se escucha el pijazo pero no se siente nada, y así, livianito, se va uno al otro lado como si nada. No ha de sufrir uno yéndose así. Lo sé porque yo no sentí nada con lo de mi tiro”.

Alex me cuenta que luego de recuperarse llegó el tiempo de seguir trabajando, y como ya no podía hacer nada que involucrara esfuerzo físico le ofrecieron trabajo como guardia de la Fuerza Aérea Guatemalteca (FAG) y para allá se fue.

Su trabajo, explica, consistía en estar parado haciendo guardia, caminar por las instalaciones, estar adentro de las torres de vigilancia, limpiar y ordenar (su actividad favorita), recibir instrucciones de llevar cajas de un lado a otro. No tenía otra vida más que las instalaciones alucinantes de una base aérea para alguien que no había visto aviones antes.

“Mi sueño era poder ser piloto aviador, pero ese puesto estaba reservado para los oficiales y la gente de ficha”, me explica. “Lo más cerca que estuve de sentirme piloto fue cuando me compré en el comisariato, a la par de la escuela de equitación, mis lentes de aviador y la chumpa con las insignias”, comenta.

“Un día apareció un coronel, parece que era hijo de Ministro o alguien importante, y me dijo que le trajera su carro y me tiró las llaves:

– No puedo, mi coronel.
– ¿Y por qué putas no vas a poder? Haga caso ya o lo mando a arrestar, hijueputa.
– No sé manejar, mi oficial.
– Ve que indio más bruto”.

“Así conocí al hombre que me cambiaría la vida para siempre: don Pablo. Fíjese que se portó muy buena onda desde el inicio porque me agarró cariño cuando supo mi historia y que había sobrevivido a dos tiros de rifle. Que era un héroe de guerra, me decía, pero yo no había hecho nada heroico, no hay heroísmo en recibir dos pepitazos de la nada, pero ni modo. Yo me le cuadraba”.

“Sos duro vos Tzun, puro tacuazín, de esos que los vergueás y vergueás y nada. Se hacen los muertos y siguen vivos. Cuando te murás pedí que te claven la caja porque no sea que te les salgás a la mierda”, recuerda que le decía el coronel mientras se carcajeaba enfrente de otros oficiales. “Este va a ser mi segundo”, les decía mientras se echaban los tragos en el bar de la FAG.

“Cuando aprendí a manejar todo mejoró para mí porque cumplía las órdenes al pie de la letra y me empezó a sacar de la Fuerza Aérea para salirse a hacer sus mandados, que eran ir del edificio del Instituto de Previsión Militar (IPM) al Estado Mayor Presidencial (EMP) en el Palacio Nacional y de regreso a la FAG. A veces parábamos en el Banco de Guatemala (Banguat)”.

“Allí andaba yo recogiendo paquetes y entregando sobres y llevando a otros soldados con maletines y mochilas de arriba para abajo”, me cuenta.

– Puchis, mano –le digo– ¿y usted andaba de repartidor de pisto?

– Más o menos, yo solo manejaba el picop, nunca vi qué iba en los maletines.

– Alex, pero eran un montón de paquetes y maletas que andaban de arriba para abajo, ¿entonces?

– Cabal, pero en el ejército uno se acostumbra a ver, oír y callar. Es parte del código de honor entre nosotros.

– Bueno, pero usted me está contando todo, jajaja –le inquiero.

– Sí, pero ya no soy parte del ejército, jajaja –me responde.

– ¿Pero esto no es como un acto de traición, estar en el ejército no es algo de toda la vida? Es decir, si usted fue parte del ejército, siempre va a ser soldado y compartirá sus valores y todo, ¿verdad?

– Sí, pero yo comparto eso con los demás de mi compañía, los oficiales que me tocaron después, los meros meros mandos superiores, realmente lo jodieron a uno.

– ¿Y, cómo?

– De muchas maneras, cuando ya estuve en la capital me di cuenta de que los superiores viven como la gente, no como uno que come mierda como si fuera animal de monte. Allí andan en los carrazos y todo, llevando mochilas rellenas de cosas que a saber qué son… y en la montaña, uno bien pisado.

Don Alex tiene un código raro de honor. De ese en que comparte la pena vivida en su tiempo de servicio con los demás soldados rasos, pero desprecia a los superiores. No lo entendía bien hasta que llegamos a la parte de la historia en que le tocaba llevar maletas pesadas entre en el IPM, el EMP, el Banguat y la FAG.

¿Qué se llevaba allí? Al parecer era dinero. “Fíjese mano que al final de cuentas descubrimos que era pisto en puta lo que allí llevaban. Eso fue lo que nos dijeron junto con mi cuas, que me tocó trabajar con él. Éramos custodios de un cuarto lleno de maletas y un día el coronel que me enseñó a manejar nos dijo que se iba y que le ayudáramos a subir todo lo del cuarto a un camión de la FAG”.

“En una de esas idas y venidas, una caja se desfundó y que se cae el billetal al piso. Con mi cuas nos agüevamos, mano, ni mirar queríamos ese vergazo de dinero porque no nos queríamos involucrar en ese rollo. Y el coronel va risa y risa”.

“Agarró una de las mochilas y metió los paquetes de pisto que se había caído y nos lo dio a los dos, junto con mi cuas, y nos dijo que era en agradecimiento por todo el apoyo y por haberle ayudado en los últimos meses”.

“Lo ayudamos a cargar todo y le manejé el camioncito hasta allá cerca de Boca del Monte, donde me bajé y se subieron unos particulares que nos venían siguiendo desde la avenida Hincapié. Me preguntó si con ese dinero me alcanzaba y yo le dije que no quería dinero, que mejor me cambiara o recomendara a otro lado, que era pobre y que no sabría qué hacer con tanto pisto, que mejor me llevara a otra unidad, una con más acción, aunque fuera adentro de la ciudad”.

“Pa´ qué putas pedí eso. Allí conocí la maldad del hombre”.

***

Nuevamente es viernes y esta vez la fiesta nos agarró en Escuintla. Ceviche y cervezas y que la obra se vaya a la mierda. Hoy es quincena y estamos alegres. El reguetón impregna el ambiente de humedad y sed de la mala. La cuadrilla con la que estamos en el pueblo en ese momento es una de cientos, de miles, que han llegado a la cabecera departamental a gastarse el sueldo que tanto sol ha costado ganar.

Se nos han unido unos amigos de Alex y me voy con ellos. Sucede que el bodeguero me ha agarrado de su proyecto personal para irme a enseñar los antros del lugar, con la respectiva seguridad interina: sus amigos son exsoldados también y tienen la misma mirada predatoria. No sé cómo sentirme, voy con la inercia, las noches de quincena en la Costa Sur son una perinola en la que puede caer una buena historia, una buena parranda o la muerte.

Nos desmadramos. No hay mañana, solo adrenalina.

– Mire, mano, ¿y qué onda con su chance después de la FAG?

– Comí mierda, mano.

Inicia un relato que no estaba seguro de querer oír. Tiene la lengua floja y escupe al piso un gargajo de guaro. Estamos en el Súper 24, cerca del cementerio, y ya es de madrugada cuando conozco los límites, el punto de quiebre, de un hombre. Todos escuchamos y comemos Gauchitos.

Comenta que luego de irse de la FAG –por la recomendación del coronel– lo llevaron al palacio de la Policía Nacional (PN), donde lo entrevistaron y le dieron el trabajo de chofer. No le dijeron para quién o qué trabajaba. Empezó haciendo mandados pequeños. Probaron su lealtad y su paciencia, una vez lo siguieron, le atravesaron un carro, intentó huir, lo agarraron, le pegaron, lo maniataron y vendado de ojos lo subieron a un picop, le pegaron en el hígado y los riñones (allí supo que eran militares; él había aprendido a pegar así). Lo dejaron tirado cerca del parque Naciones Unidas. Le preguntaron para qué facción de la guerrilla trabajaba.

El silencio y la negación. El estoicismo para recibir los golpes. Le quitaron los zapatos y le tocó caminar de regreso haciéndose el bolo cuando miraba gente o policías para que no sospecharan nada. Llegó de regreso al palacio de la PN. Ese fue su ritual de iniciación: una golpiza y caminar descalzo e inadvertido 27 kilómetros.

Lo hicieron chofer porque esa fue la recomendación del coronel, “que era bueno para manejar”. De paso le hicieron una confesión: habían matado por recomendación del mismo coronel al otro soldado que sí se quedó con el maletín con dinero. Así que cuidado, ¿eh? Cuidado con estar hablando. Ellos eran los dueños de la vida de quien ellos dijeran.

Ahora le pela la verga, dice. Que todos se enteren. Total, todo lo que hizo no tiene perdón ni de Dios ni del hombre. Confiesa que está viviendo un tiempo extra, que debió haberse muerto en la montaña, en el lugar que amaba, con la idea de su mujer niña esperándolo, sin saber de las desgracias que se avecinaban.

Alex tenía un nuevo trabajo y era chofer de la G2. Manejaba autos polarizados, picops sin placas, paneles. Le cambiaron de nombre, le quitaron la cédula y el carné. Ya no era un hombre, ya no era un soldado, era un servidor de la muerte. Le hicieron ver que este mundo es una sucesión de decisiones de gente. Dios y el Diablo son el mismo y se sienta en la oficina del final del corredor.

Dormía en diferentes casas en el área metropolitana. Salían a hacer rondas y subían gente que llevaban a dejar a otras casas. Allí aprendió a fumar en lo que le sacaban información al capturado. Gritos y gritos, golpes y golpes, más gritos, gemidos y golpes secos. Luego silencio. A subir el cuerpo y a dejarlo tirado como bulto. Nunca supo si iban vivos o muertos, pero nadie sobrevive esas vergueadas, explica.

Todas las semanas la misma rutina.

Hasta que se llegó el día en que probó la marihuana. Alex sostiene que la mota es medicinal porque ayuda al olvido, ayuda a sentirse bien, es curativa para los males de amor y el cargo de conciencia. Iban para Chimaltenango y salieron de la colonia Centroamérica. Esa vez le tocó llevar a unos malditos bien malos, como dice él. Nunca los había visto antes. Le dieron un pasamontañas y una metralleta.




Antes de subir le dieron a fumar. “Es para saber si sos valiente”, le dijeron. La calzada Roosevelt se convirtió en un río. Esa era la sensación que le daba, un río negro que se bamboleaba al ronroneo del motor de la panel azul que llevaban en ese momento. Largo camino y sed atronadora. Cuerpo y mente inundado de tetrahidrocannabinol.

Cruzaron en un lado después de pasar Chimaltenango. Las instrucciones directas y las risas de los demás que iban en el automóvil: recto, izquierda, derecha, poné luces altas, kilómetros y kilómetros, apagá las luces, terracería, instrucciones de radio, más risas y una hondonada. Pará el carro. El jefe de la célula, un bigotudo canche de ojos azules con acento de oriente dijo que repitieran con él: “Esto es del Diablo y Dios no nos conoce, pero le enviamos a los comunistas para que los perdone”. Se hizo el silencio.

Salió de la van e hizo guardia con la metralleta. La sentía pesada. El aire frío le dolió en los pulmones. Hacer guardia y ayudar a subir los bultos eran sus instrucciones. Estaba pedísimo cuando empezó la gritazón. Subieron cinco especialistas y se quedaron dos abajo, él incluido. Su compañero sacó un cuchillo y miraba hacia la pequeña casita en alto.

Se escucha un tiro y viene el primer saco rodando. Lo para con un pie y entierra hasta la cruz la hoja acerada en el bulto. Dos, tres, cuatro, cinco tiros y bultos cayendo. La operación se repite y comenta que no sabe si es cierto todo lo que está pasando. A subir los cuerpos y emprender la marcha.

Va pesada la camioneta con tantos cuerpos vivos y muertos. Lo siente al tacto del timón, en la marcha forzada del motor y la estabilidad en las curvas porque van volando. Así le exigen que acelere y acelere, que salgan antes de que den aviso a los demás guerrilleros. Le pasan otro puro de mota y sigue fumando. Si estás en Roma, haz lo que hacen los romanos. Es un principio básico de la sobrevivencia: mimetizarse en el ambiente para sobrevivir, oponerse era la muerte segura, decir algo era ir contra la naturaleza de la situación. Había que sobrevivir, había que ser kaibil.

Llegaron a una base militar y se fueron a dormir.




¿Que si era real lo vivido? Al otro día le tocó lavar la camioneta de la sangre en el piso de la misma. Talvez lo más pisado de todo esto, dice, es recordar cómo los ejecutores venían descansando sobre los cuerpos muertos. Acurrucados como gatos encima de los trapos de una cocina. Parecían niños durmiendo sobre la muerte, dice con terror en su cara.

Pidió la baja. No se la dieron. La volvió a pedir alegando motivos de salud de su madre. No se la dieron. Se entregó a la bebida de brazos abiertos y el licor lo recibió como recibe a todos los que le rezan. Seis meses más de lo mismo, hasta que chocó un picop adentro de las instalaciones. Jodió “la coronela” del jefe. Arresto, cárcel militar y baja.

Dos años de pendenciero agarrado del cuello del guaro. Luego la religión. Evangélico radical y a confesar todo con el pastor, a dar testimonio en las iglesias, a ser un show de la fe. ¿Que si siente remordimiento? Todo el tiempo.

***

“Las instrucciones de los superiores eran matar a la gente y en el camino nos matamos a nosotros mismos”, dice con voz ronca de licor y cigarro. Es de madrugada y el calor no se quita en Escuintla. Sus amigos, los demás soldados, escuchan su historia sin mayor asombro. Es normal escuchar eso en ese gremio: la explotación verticalista, el trabajo sucio por los olvidados, los pata rajada, las historias negras, ocultas, como estas. Las vidas destruidas de víctimas y victimarios.

Al otro día Alex se tiene que ir a su tierra, Quiché. Sus amigos lo van a llevar y a mí me pasan dejando al hotel en Santa Lucía Cotzumalguapa, donde me hospedo. Será la última vez que nos veamos. Aprovecha para agradecerme lo bien que me porté con él en estos días de trabajo y que ojalá todo termine pronto. Que lo vaya a buscar a Quiché, que me presenta a su esposa e hijos. Me da en un papel su número de teléfono, el cual perderé irremediablemente.

Los siguientes tres días en la obra fueron de paz. Ya no más historias de guerra, asesinatos o malos tratos a los obreros. Se respiraba un aire relajado en el ambiente. Llegó otro auxiliar de bodega, un equis. Yo ya no quería saber nada de nadie.

Podía ver a los soldadores, albañiles y demás ayudantes trabajar codo a codo. Herederos de un país herido y sangrante, construyendo cada uno una porción de vida para no morir. Los veo y recuerdo lo último que me dijo Alex: “Nosotros estábamos haciendo un trabajo, mano. Era matar gente pobre como uno. Y todos los pobres nos parecemos, especialmente los pobres diablos”.

Aún lo veo sonreír esa última noche: escupe al suelo, sube al auto junto con sus amigos soldados y la carretera se lo lleva. Ya nunca lo trajo de regreso.

Ilustración: Tenshi Arts 

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