YO FUI KAIBIL, Y ASÍ MATÉ MI CONCIENCIA, PARTE 1 imagen

Él era el encargado de suministros de una bodega móvil en la obra. Antes de eso, fue guardia de seguridad, y antes de eso integrante de la G2 y kaibil.

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La historia que voy a contarles nace de la convivencia durante una semana y media que tuve con Alejandro. Fue una supervisión de una obra que realicé en la costa sur de Guatemala, él era el encargado de suministros de una bodega móvil en la obra. Antes de eso, fue guardia de seguridad, y antes de eso integrante de la G2 y kaibil.

Llegué un viernes por la tarde al sitio y el calor intenso de la costa hacía de las suyas: estaba pegajoso por todos lados, como si la promesa vespertina de las lluvias de julio, se me adelantara de los poros hacia afuera.

Ubiqué todo en el terreno, empecé a recorrer mi sitio laboral, a reconocer mi vida durante los siguientes diez días. El puesto de ventas de la señora de la fruta que las hacía a la vez, de tienda ambulante de chucherías, chicles, cigarros, dulces derretidos en sus empaques, galletas cubiertas de chocolate, escurriendo el chocolate. Aguas gaseosas tibias.

El comedor, que era una champa de lepa con unos troncos fungiendo de mesa y un poyo siempre encendido donde se hacían caldos, asaban carnes y cocinaban tortillas. También tenía aguas gaseosas tibias. Allí entendí que el hielo no funciona bien en estas latitudes, le falta batería.

La bodega que era una construcción más sólida, tenía aire acondicionado, característica suficiente para hacerme pasar en ella buena parte del día. Además, que el tedio sería menos junto al encargado de la misma, Alejandro, que encontraba graciosos mis cigarros mentolados y los fumábamos adentro de la bodega.

“Usted es buena compañía”, me decía. “Usted sabe mano, usted es educado, no como estos perros que no entienden palabras”, me decía al referirse a sus compañeros de trabajo, obreros de la industria que tienen los modos de un Neanderthal.

Obreros infieri, sin educación formal, o apenas primaria, masticaban un español aprendido de las letras del reggaetón y la música banda, sin modos civilizados, oprimidos por las circunstancias, el dinero y el vaho costeño como una prensa hidráulica que no perdona, presionando hacia abajo sobre nuestras cabezas y las esperanzas de poder salir de allí algún día.

Y yo no es que fuera un baúl de educación, civismo y urbanidad; simplemente, al parecer, tenía un trato distinto. De respeto hacia el otro, en un lugar donde los insultos son parte del trato diario, incluyendo los tres tiempos de comida y las refacciones.

El resto del campamento odiaba a Alejandro por el simple hecho de estar bajo techo y con aire acondicionado, sumado a ese tono impositivo con que se dirigía al resto, el mote directo y militaroide: raso. “¿Qué quiere raso?”, “Pida por favor, raso”, “Le atiendo cuando yo quiera, raso”, “Raso, tráigame un agua para mí y para el ingeniero”.

“Me llamo Juan Pablo”, le decía al raso, digo, al obrero. Y ellos callados atendían de mala gana, pero sin fallar las órdenes de Don Alex, como le llamaban. “Tiene que ser duro con esta gente, don Pablo”, me decía Alex, “tienen la cabeza dura de tanto tomar agua de coco y comerse la carnaza, se alimentan de banano y plátano. Y tortilla con sal. Eso embrutece a la gente”, me decía seguro de sí mismo, con el rostro contrito con que un oncólogo, diagnostica un cáncer.

La pregunta era obvia: “¿Usted fue soldado?”. Los ojos se le abrieron, las pupilas dilatadas, la sonrisa socarrona de oreja a oreja, el pecho ancho y los hombros hacia atrás. Se levantó lentamente y llevó su mano derecha sobre la ceja derecha: “soy kaibil, mi general”.




A los tres días éramos grandes amigos; amigos, en el sentido de la camaradería laboral. Él me ayudaba con los vericuetos del manejo del personal y yo le apoyaba en definir los tipos de llaves y herramienta para tal o cual labor.

Hacerlas de bodeguero es como trabajar de dependiente de farmacia: los clientes llegan con problemas y piensan que el experto de todo lo que allí se guarda es el de la bata blanca. Piden ayuda para curarse la diarrea, el dolor de cabeza, de estómago.

Sucede lo mismo con un bodeguero de herramienta:

– Fíjese don Alex que necesito pulir una soldadura, pero no me sale con lima.

– Ni modo, no seas mula, tenés que usar el disco de desbaste.

– Fíjese don Alex que quiero electrodo para soldar el tubo a la costanera.

– Claro, tomá el punto café.

Y así todo el día, repartiendo recetas para ayudar a curar el metal y moldearlo hasta construirlo en bodegas, puertas, escaleras, transportadores, plataformas, entrepisos. Y así.

Mi aporte era simple: “dígale que en vez de utilizar la pulidora de 4″ mejor use el Dremel, así no debilita la soldadura”, o “El electrodo punto café se llama 6013, pero dígale que para raíz use el 7018, es más sólido”.

Esos breves consejos, ayudaron a agilizar el trabajo y él iba aprendiendo de a pocos, cierto lenguaje técnico que, a larga, se traduciría en más oportunidades para restregarle su ignorancia a la gente, “vos sos el que soldás y yo conozco mejor tu trabajo, puta mano, por gusto estudiaste… ¿o no estudiaste?”. Hasta el gato de la tienda que se rascaba las pulgas sabía que no había estudiado.

A cambio de mis conocimientos técnicos, Alex, me contaría su historia.

La historia de Alex dista mucho del trajín de una obra en construcción, ya que como soldado kaibil en la década de 1980, formó parte de las patrullas que anduvieron en las montañas y selvas del occidente del país, combatiendo contra la guerrilla.

Tenía una especie de respeto por los combatientes verde olivo, de ese respeto que infringe el miedo, acaso. “A nosotros nos pagaban para andar en la montaña y era un trabajo jodido, pero esos malditos no recibían paga alguna y solo por sus ideas estaban enmontañados. Estaban locos y esa gente daba miedo porque no los movía el pisto”.

Fue soldado para no morir de hambre. Aunque comía mal. Fue soldado para tener oficio, aunque no le gustaba andar disparando, “siempre me dieron miedo los cuetes, inge, y viera como suena el Galil y cómo pesa; pero uno no puede decir no porque lo regaña el teniente y el sargento le pega a uno”.



La vida militar en estos países es conocida por su crudeza y excesos en el trato a sus integrantes. Más cuando se proviene de la casta social más baja: indígena de extrema pobreza.

“Indio pata rajada, piso tierra. Eso era yo. Me molestaban las botas y se me partían las uñas cuando salíamos a caminar, dos o tres semanas seguidas, sin ver gente, rodeados de zancudos y jejenes, garrapatas entre los huevos. Allí me hice hombre. Allí cumplí mis 18 años y me mataron un venado flaquito flaquito que llegó al campamento de puro curioso. Lo cenamos y con su cacho, me hice un mango de cuchillo”, narra.

Llueve mientras tanto en la obra. Fuertísimo. El agua se mete por una esquina de la bodega y amenaza con mojar las cajas de cartón con el electrodo. Lo levantamos, subimos fardos como desquiciados cuidando que no les llegue la humedad. El trabajo manual forja camaradería, el hombro con hombro logra lazos. Reímos y fumamos mis cigarros mentolados. Yo masco chicle y el masca un pedazo de cartón corrugado. Me dice que es por costumbre.

“Y así pasaron los meses, fíjese, peleando contra la naturaleza porque nunca vimos guerrilleros. Llegábamos a los caseríos a preguntar y la gente se alegraba y nos daba maíz fresco y atoles que no podíamos comer en la montaña. No me recuerdo como se llamaba ese caserío donde llegábamos de cuando en cuando. Allí tenía yo a mi patoja que me gustaba. Era tiernita y yo la quería para mí. Es bonita la esperanza, fíjese inge”.

“Luego por mi comportamiento me enviaron a Petén a hacerme kaibil. Ese entrenamiento fue duro y allí recuerdo haber llorado por primera vez, pero lo hice escondido sino capaz me matan. Allí llegaron unos canches, gringos creo que eran a hacer los ejercicios con nosotros. Pero no aguantaban, uno no aguantó la comida y se enfermó, otro no quiso matar a un chuchito para comerlo, otro se ahuevó para pasar un río crecido. Sólo un negro se nos puso taco a taco, ese nos vergueaba a todos, pero se reía mucho cada vez que de un vergazo dejaba resoplando aire a uno, o brincando en un pie a otro indio como yo”.

“Luego nos regresaron a la montaña y pensé que todo iba a ser igual, que iría a ver a mi patoja en el caserío entre la montaña y comer otra vez las tortillas de maíz amarillo caliente y rico en mi boca. Fue día martes, aun lo recuerdo, había una quebrada donde no se podía pasar por ningún lado, sólo por el centro. Un tronco enorme cubría el paso y había que saltarlo”.

“Como le dije, nunca vi a los guerrilleros, nunca supe de su existencia hasta ese día. Yo iba de avanzada junto a mi cuas (su compañero de marcha) y como era más chaparrito que yo, pues decidí subirme al tronco y luego halarlo. Cuando me subí sólo escuché un zumbido por la oreja izquierda y sentí el pepitazo en la cabeza”.

“Que le disparen a uno se siente como que si le dieran un hondazo con una pepita de jocote: se escucha un golpe sordo y duele agudo. Yo estaba consciente pero ya no tuve fuerza y mi brazo no respondía, yo veía la cara de mi cuas todo llena de sangre. De mi sangre que le caía en su cara y él me gritaba y no entendía nada”.

“Eso sí, el otro pepitazo lo recibí en la nalga y pasó recto todo el muslo y me salió a un lado de la rodilla derecha. Ese sí me dolió y me caí de lado. Allí empezó la balacera y era como el 24 de diciembre a medianoche. Recuerdo que me cargaron. Recuerdo un helicóptero. Y desperté en el hospital militar, ahora tengo un pedazo de titanio en lugar de cráneo y rodilla de acero también”.

“Nos emboscaron los guerrilleros, me dijo mi sargento que llegó a verme en el hospital. Te dieron con un 22 magnum en la morra y te volaron la shola, de dicha estás vivo porque te hicieron sencillo la alcancía, tenías la cabeza aguada como una bolsa de tepache con hielo. Casi te desangrás por la rodilla, el de la cabeza te entró arribita de la oreja y te abrió hasta arriba del ojo izquierdo, casi no te salió sangre, sólo tu cerebro rosado se miraba. Era un francotirador que estaba como a 500 metros”.

“Le pregunté si los habían agarrado y me dijo que no, pero que a huevos que los del caserío sabía dónde estaban, que ellos les habían dicho nuestra posición, que nos habían traicionado. Yo eso no lo creí, porque era gente buena. Me dijo que habían vengado mis balazos y la muerte de otros dos rasos, a uno le ajustaron un tiro en medio de los ojos y al otro en los pulmones. Era un francotirador experto. Y se vengaron con el caserío.”

“Llegaron en helicóptero otros kaibiles y rodearon el pueblecito. Los balaciaron a todos y los destazaron, me dijo el sargento contento, como para animarme. Todo lo hicieron cenizas. Se llevaron los pollos, las reses y para celebrar, se hicieron un churrasco”.

“Le dije que gracias, pero la verdad inge, por dentro estaba hecho mierda, porque habían matado a la patoja que me gustaba. Por hacerme un favor y vengarme las heridas, me mataron el futuro que quería allá en medio de las montañas”.

Cuando me cuenta esto, ya llevo una semana en la obra. Es de noche y es viernes. Alguien ha llevado guaro y bebemos ron con aguas gaseosas tibias. Comemos Tortrix, el guaro evidentemente le ha aflojado la lengua. Más de la cuenta.

Escupe en el suelo de tierra y con la punta de su bota industrial punta de acero, desaparece el gargajo aguardentoso. Los goterones de agua somatan la lámina, asemejan el tableteo de las ametralladoras, me dice.

Puedo ver los ojos de Alex, perdidos en la borrachera, yéndose entre las montañas verdes de lo que ya nunca fue. De un caserío en llamas y cuerpos enterrados. Los recuerdos le somatan el cráneo de titanio con el tableteo de las ametralladoras.

—Fin parte 1—

Ilustración: Tenshi Arts 

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