Un recuerdo de La Habana y el sobrino del Che que fue expulsado de Cuba imagen

Conocí a Martín Guevara, sobrino del Che. Nunca me imaginé que casi cuatro décadas después escribiría acerca de esto y que Martín fue expulsado de Cuba por sus ideas contestatarias.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

A los 15 años conocí a Martín Guevara, sobrino del famoso Che. Nunca me imaginé que casi cuatro décadas después escribiría un Relato acerca de esto y que Martín fue expulsado de Cuba por sus ideas contestatarias.

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“En esta foto estamos con mis hermanas y mi madre en el jardín del hotel donde vivíamos”, Roxana Orantes.

Entre 1977 y 1979 viví en Alamar, un barrio habanero constituido por infinidad de edificios multifamiliares construidos por sus propios habitantes. Estas personas accedían a trabajar por lo menos dos años en la construcción para recibir como pago un apartamento. Alamar era un experimento habitacional del socialismo y le decían El barrio de los comunistas.

En cada edificio se destinaba un apartamento para una familia de exiliados latinoamericanos, generalmente chilenos, y por eso a todos los latinos residentes nos conocían como Los chilenos.

Hubo un poco de decepción entre los vecinos de nuestro edificio, el C39, cuando se enteraron de que mi madre, dos hermanas y yo éramos guatemaltecas y no chilenas, pero apechugaron porque finalmente éramos extranjeras y podíamos contarles algo sobre cómo era la vida fuera de Cuba.

Lo que podíamos contarles era realmente muy poco, porque yo había llegado a los ocho años y mis dos hermanas eran menores. Pero las dudas de la mayoría se reducían a pocas preguntas: ¿En tu país hay guerra, hay chicles, hay jamón, hay zapatos de charol?

El mundo era claro y prístino como la luz matinal: no existía ningún dios y la Revolución Cubana era infinitamente generosa, solidaria y justa. Los capitalistas y sus secuaces, los gusanos, eran depravados, malos, torpes y ambiciosos. Querían derrocar a la Revolución para instalar un régimen de desigualdad y miseria permanente para todo el pueblo. Fidel era un genio. Además de un gran estratega, conocía a fondo todos los aspectos del conocimiento humano: economía, historia, política y hasta medicina.

Todas las tardes, a la misma hora, me tocaba hacer la cola para comprar el pan, uno de los pocos productos que se obtenían por la libre (sin necesidad de presentar la tarjeta de racionamiento). “Hacer la cola no puede ser un sacrificio, comparado con las torturas que sufren los revolucionarios que luchan en el mundo entero para lograr la igualdad entre los pueblos”, era el argumento que siempre venía a mi mente quinceañera mientras hacía la cola, que podía durar horas.

También pensaba en eso cuando pasábamos meses sin agua corriente y debíamos llenar un tonel con cubetas que acarreábamos desde el camión cisterna hasta el edificio, donde mi hermana esperaba en el balcón del apartamento a que yo colgara las cubetas de un lazo y ella las subía los cuatro pisos, ayudándose con una polea que nos prestaba el vecino de al lado.



“Primero vivimos en el cuarto nivel, luego en el séptimo y recuerdo que mi abuela vivió en el sexto. También vivimos en el octavo y hacia el final tuvimos dos cuartos que daban al mar. Los primeros daban al parqueo, eran 772 y 773”, Roxana Orantes.

Vivir en Alamar fue un contraste bastante fuerte para nuestra pequeña familia. Los cortes de energía eléctrica eran frecuentes y la mayor parte de las cosas se podían comprar únicamente con la libreta de racionamiento. Durante seis años (1970-1976) habíamos residido en el Hotel Nacional de Cuba, una imitación de castillo construido por una firma estadounidense en 1930 y que, según la Wilkipedia, “es monumento nacional y está declarado Memoria del Mundo por la UNESCO”.










“Cuba de antes”, cortesía de Orlando el Moro Reyes.

El hotel fue la sede del histórico encuentro entre los mafiosos más relevantes de Estados Unidos en 1946. Además, fue el hospedaje preferido por Lucky Luciano y una serie de personalidades que van desde Winston Churchill y los Duques de Windsor hasta Agustín Lara.

Cuando llegamos a vivir ahí en el 70, era una especie de museo muy bien conservado. Había dos piscinas, tres restaurantes, un cabaret, enormes jardines y todas las comodidades de la época. Los cuartos tenían aire acondicionado que nos hacía olvidar el calor agobiante y, por supuesto, jamás faltaban el agua o la luz eléctrica. La ropa de cama era cambiada todos los días por una camarera invisible.

En ese ambiente paradisíaco era fácil pensar que la vida en Cuba era muy buena. Sin embargo, desde esa época comencé a tener algunas dudas incipientes sobre el igualitarismo y la justicia de aquel sistema donde todo era blanco o negro.

Estudiábamos en una escuela cercana, llamada Hermanas Giralt. La mañana escolar iniciaba cada día con un acto cívico llamado matutino, donde un pequeño niño gritaba en el micrófono: Pioneros por el comunismo y todos los demás hacíamos un saludo militar estilo soviético y respondíamos con un grito desafinado: Seremos como el Che. Esto me parecía aterrador, porque pensaba en la trágica muerte del Che y en que no me hubiera gustado terminar como él. Y este pensamiento tan oculto lo sentía como si estuviera cometiendo un pecado.




Algunas veces, las compañeras de clase me visitaban con el pretexto de hacer tareas en grupo. Lograr que entraran al hotel era todo un trámite. Mi madre debía firmar una serie de papeles y lograr el permiso escrito del administrador. Se nos explicaba que esto era “por seguridad”. Era natural que los cubanos no pudieran entrar al hotel sin un permiso especial.

Sin embargo, no me parecía natural el asombro de mis compañeras cuando yo levantaba el teléfono y pedía al “servicio de habitaciones” una refacción consistente en café con leche, helados y sándwiches de queso. Algunas me preguntaban si podían repetir, otras guardaban los panes para llevárselos a sus casas.

Estas y muchas otras desigualdades, en apariencia pequeñas, fueron más evidentes para mí mientras crecía. Pero algo me impedía aceptar que el régimen socialista estaba muy lejano de la justicia y la equidad que se predicaban constantemente.

Fue viviendo en el hotel cuando conocimos a Juan José, un boliviano argentino que se convirtió en nuestro compañero de juegos más constante durante la infancia en el Hotel Nacional, donde vivían por lo menos doce niños provenientes de Chile, Argentina, Uruguay y nosotros, los cinco guatemaltecos (mi primo hermano, hermanas y yo, además del hijo de un comandante de la guerrilla).

Gradualmente las cosas me dejaron de parecer tan claras y desde el inicio de la secundaria comencé a tener muchas dudas: ¿Qué pasó en Hungría en el 56 y en Checoslovaquia en el 68?, le pregunté a la profesora de Historia, después de leer un grueso manual marxista donde se hablaba (muy veladamente), sobre las invasiones soviéticas a esos países. La respuesta fue el silencio en el aula y la citación a su cubículo donde, en voz muy baja, me previno que no volviera a preguntar ese tipo de cosas porque ella podía ir a la cárcel si me las respondía.

Un día, saliendo de la secundaria, mi hermana y yo reencontramos a nuestro viejo amigo Juanjo. El encuentro fue todo un acontecimiento. Juanjo iba con Martín Guevara, sobrino del famoso Che, ícono de las izquierdas mundiales.



Martin en la actualidad, y durante su estancia en Cuba.

A partir de ahí se desencadenaron las largas conversaciones que llevaron a mi cambio ideológico. Martín conocía mucho más de cerca que nosotras la vida de jet set que llevaban los pinchos (dirigentes del Partido Comunista). Por su parentesco con el mítico guerrillero, hubiera sido natural que aceptara sin ninguna duda la forma de vida privilegiada que les correspondía a los dirigentes revolucionarios y sus hijos.

Lejos de eso, era incansable en sus críticas y anécdotas sobre las múltiples injusticias y elementos que mostraban la doble moral del régimen. Frecuentemente nos reuníamos con un pequeño grupo de adolescentes, la mayoría latinoamericanos, y a veces las reuniones eran simplemente para bailar y comer algo. Pero muchas veces más, éramos tres los que pasábamos horas debatiendo: Martín, su inseparable amigo cubano (que ahora reside en Miami) y yo. Fumábamos un cigarro tras otro y criticábamos todo lo relacionado con el régimen.

OTRO TIPO DE RECUERDOS SOBRE CUBA
En Alamar también vivía una familia guatemalteca compuesta por madre e hijos, igual a la nuestra. Una de ellas, que tenía unos 10 años en aquella época, es actualmente sicóloga y nos reunimos frecuentemente. Al pedirle que me mandara un par de párrafos o una grabación sobre sus recuerdos de la isla, me respondió: “Bueno, entonces lo que me decías que puedo compartir de la experiencia en Cuba: yo tenía nueve años, íbamos a la escuela, recibíamos unas galletas a la hora de la refacción. Al medio día almorzábamos arroz con frijoles, huevos duros, un postre de natilla. No recuerdo otros menús aunque sí había y a pesar de que no era gran cosa, siempre tomábamos leche, toda la que quisiéramos.

Otros aspectos, como escasez de insumos en casa, no los recuerdo con exactitud. La experiencia tal vez hubiera sido mejor si nos hubiéramos integrado socialmente, pero eso nunca pasó. Mi progenitora dijo que ahí también la perseguían y decidió enviarnos a mis hermanos y a mí de regreso a Guatemala a vivir con los abuelos para irse Nicaragua, a la recién lograda Revolución.

No puedo decir algo malo. Hubiera querido observar más. Recuerdo que los niños no pagábamos el pasaje de bus y una vez que mi hermano y yo nos pasamos de la parada y nos perdimos, varios extraños nos ofrecieron ayuda. Me parece hermosa su Revolución. Ya quisiéramos acá algún triunfo de ese calibre”.

“Hay que hacer una revolución dentro de la Revolución”, decíamos frecuentemente, parafraseando a Regis Debray. Y de ser una “revolucionaria de Patria o Muerte” que tenía como meta morir luchando por la Revolución guatemalteca, me convertí en una incómoda contestataria a quien los compañeros del partido que estaban encargados de nuestra familia calificaron de diversionista ideológica, conflictiva y poco responsable. Hasta la fecha, no sé si esos cuestionamientos incidieron en que una tarde nuestra madre llegara de una “reunión con los compañeros” diciéndonos: “Regresamos a Guatemala”.

Con los años he llegado a pensar que esa expulsión pudo estar relacionada con que mi madre nunca se alineó a la comandancia guerrillera de Guatemala, pero también con mi comportamiento, tan natural en cualquier adolescente del mundo, aunque considerado antisocial y peligroso en un país donde pensar de forma independiente es un peligroso delito.

Recuerdo que poco antes de salir de Cuba, nuestro “encargado del partido”, un hombre de la inteligencia cubana, nos invitó a almorzar a la playa sin mi madre y le dijo a una de mis hermanas: “Tú puedes quedarte estudiando aquí, si quieres”. Curiosamente, la hija de ese hombre con una guatemalteca también salió de Cuba y ahora vive en Guatemala.

37 años después, la experiencia cubana sigue siendo algo muy relevante en mi vida. Durante muchos años traté de ser “fiel a las ideas revolucionarias”, pero siempre mantuve los cuestionamientos ante la doble moral, la falsedad y la ruindad que caracterizaban a los “dirigentes revolucionarios” tanto cubanos como guatemaltecos.

Entre mis amistades de las redes sociales no faltan los cubanos disidentes que residen en Estados Unidos o Madrid. Comencé a hacer contacto con esa gente para ver si lograba encontrar a mis vecinas de Alamar, a mis compañeras de escuela o a cualquier persona que hubiera vivido lo mismo que yo durante los mismos años.

Así me encontré en las redes, hace pocos días, a Martín, convertido en un escritor independiente que ha hecho más fuertes y radicales sus cuestionamientos al régimen dictatorial de los Castro. Le pedí un par de párrafos sobre sus recuerdos y la respuesta que me llegó fue la siguiente: “Estoy ocupado hasta las cejas justo de trabajo escrito. Tengo mucho sobre Cuba, desde el primer día que vi que vivíamos mejor que los demás, hasta que me botaron de allá en 1988”, me dice en una breve conversación electrónica. Y pienso: “Siendo sobrino del Che, a él también lo botaron”.

Hace algunos años publicó un libro titulado: A la sombra de un mito. Un sobrino del Che Guevara. Relata los 12 años que vivió en Cuba. En estas memorias, Martín narra su tránsito de adolescente descontento y amante de los libros y el rock, hasta el escritor maduro que recuerda en una entrevista publicada hace un tiempo: “Presenté problemas en las escuelas, era del tipo indisciplinado creciendo hacia lo denominado lumpen allá. Ese es el terreno contestatario que yo defendía, y en el cual de algún modo sigo creyendo y considerándome un hijo de la generación rock”.

En una entrevista, este escritor afirma: “Nada como una buena paradoja para sellar la realidad”. Comparar una foto de La Habana en 1959 con una reciente es la mejor evidencia para ver lo que el Hombre Nuevo hizo con ese país. “Luego, coge una foto panorámica de Miami en 1959, cuando aún había carteles que decían ‘Prohibidos perros y cubanos’ y compárala con una de hoy y verás lo que han hecho con esos pantanos aquellos que según los ‘elegidos’ eran gusanos, gente antisocial y escoria que no servía para nada”.

La reciente muerte de Fidel Castro ha desencadenado muchas reacciones. Vale la pena leer los comentarios de Martín Guevara en su blog, donde afirma: “Las cosas que se pueden leer y escuchar estos días traspasan el disparate absoluto y rayan en una ficción imposible de ser imaginada por mente humana alguna, ni siquiera carente de todos los tornillos.




Un luto en Cuba que comprende nueve días, en los que unas cenizas serán trasladadas para la adoración religiosa de millones de personas que serán observadas en el cumplimiento de estrictas normas de tristeza impuesta por el sistema, tales como que no se puede tocar música, cantar, reír, hacer manifestaciones de felicidad, algarabía o satisfacción, y hasta se sugiere a los locutores de radio y TV que dejen de saludar dando los ‘buenos días’ ya que se debe dar por sentado que para nadie estos nueve días pueden tener algo ‘bueno’, según Silvio Rodríguez le espetó a una periodista”.

Durante casi cuatro décadas, Martín fue mochilero, vendió artesanías, escribió y viajó, pero sobre todo, logró liberarse de la sombra de su tío, a quien de niño, dice, percibía como a un héroe de novela. En otra de sus entrevistas narra: “Me fui de la sombra de mi tío y logré que todo mi entorno sea libre de la contaminación Guevara. Mis amigos, en mi trabajo, mis vecinos, mis parejas, hasta mi esposa no sabía en un principio que era familia de Ernesto, hasta llegar a tener todo por mí mismo, aprecios y rechazos por mi persona y nada más, y ganarme la vida fuera de los ámbitos de la izquierda, de Cuba, de los partidos afines al Che. No solo me hizo muy bien, sino que me salvó”.

A manera de conclusión sobre este viaje retrospectivo, vale la pena citar nuevamente las palabras de Martín: “El día que entendamos que todos los cubanos tienen los mismos derechos en Cuba, construiremos una Cuba y un mundo donde no quepa la exclusión de ninguna idea, de ningún anhelo, siempre y cuando sea con respeto por el ser humano”.

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