El negocio de contactar damas de compañía está en crisis (Parte II) imagen

“Esos Zetas la torturaron y mataron porque se quedó dormida… este negocio ya no vale la pena”.

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“¿Alguna vez has visto cómo un cocodrilo se come a una persona? Yo sí, fue en una fiesta en Zacapa”, dice Madame para mostrar la otra versión de este estilo de vida.

***

Seguimos con la charla y su teléfono suena. Madame, a quien llamaré así para proteger su identidad y porque le luce el sobrenombre, hace un gesto de enojo y asco. “¡Mirá!”, dice y muestra el mensaje.

El chat es de una amiga a quien ella ha conectado en otras ocasiones con sus clientes. “Nena, fíjate que me están ofreciendo este servicio. Quieren anal y oral sin protección por Q300”. El gesto de Madame ahora es de furia contenida. “¡Mano! Si yo llegué a cobrar hasta Q1,600 por una hora. Y ahora están ofreciendo esto!”.




Vea aquí la primera parte

En Guatemala, el negocio de contactar damas de compañía está en crisis (Parte I)
El catálogo de clientes de esta madame habla por ella: Un conocido líder religioso de Guatemala, los más adinerados empresarios del país e, incluso, el mismo Chapo Guzmán.

El mercado de las damas de compañía tiene el precio por los suelos y las razones son varias, la paranoia es una. “Fijate que nos han dicho que el MP (Ministerio Público) tiene infiltradas entre nosotras. Las meten a las fiestas y nos graban, los clientes tienen miedo y ya no quieren hacer nada. Ya sienten que los agarran”.

La otra razón es porque se saturó el mercado. “Ahora cualquier piz… patoja se mete a esto. La mara cree que solo es de dar el servicio y ya. ¡No! Hay que saber entretener al cliente –danza un poco con los hombros–, bailarle, alegrarlo, hacerlo pasar un buen rato. Pero ahora están pagando muy mal, yo tengo mis negocios, pero con eso no me alcanza”. En su mejor época, Madame ganaba Q25 mil semanales, o más.




Los “millenials” son los más pervertidos

Cuando Madame dice que su trabajo se trata de mantener el ambiente para los clientes, implica acceder a sus peticiones. Las que sean.

-No te imaginás lo que me han pedido hacer.

– ¿Qué?

– Lo peor.

– ¿Como qué?

– Lo más asqueroso que se te ocurra.

– ¿Excremento?

(Madame asiente con la cabeza)

“Yo no sé qué tienen los patojos de ahora, esos que les llaman… ¿cómo?… Los millenials. ¡Sí, esos son los peores!”. Madame ha sido la orquestadora de orgías en las que han participado Presidentes y líderes religiosos, pero cuando habla de los jóvenes nacidos en los años noventa lo hace con asco.

“Mirá, a una la contratan como para cumplir una historia, ya sabés, cosas que no pueden hacer con su pareja o les da pena, pero estos chavos se pasan. Unos quieren solo fumar mota y platicar un rato; otros, en cambio, se transforman. Yo pensaba que esos fetiches no existían aquí en Guatemala, pero estos chavos como que quieren vivir todo al máximo. A uno todavía lo educaron con valores; ellos no, quieren hacer de todo. Me han dicho que me vista sexy y que a ellos los trate como perros, que mastique comida y la escupa para que ellos se la coman. Quieren que los vomités, que los popiés, eso los excita”.

Aunque lo relata entre gestos de náusea, esto que cuenta Madame está lejos de ser lo peor de este oficio. Los clientes violentos son frecuentes –siempre aparecen– pero los peores fueron aquellos narcotraficantes que se carcajeaban al ver morir a una chica.

La muchacha guapa

Ocurrió hace ya varios años, no especificaremos cuántos para no dar pistas de Madame. Ese día, unas 15 horas antes de que viera cómo una chica era torturada para diversión de un grupo de Zetas, Madame recibió una llamada en su celular. Era una amiga, o más bien una conocida del gremio. La habían contactado para una fiesta y los clientes (sin especificarle quiénes) pedían más chicas, supuestamente solo para hacer un bikini open. Madame aceptó el trabajo y llevó consigo a otra colega.

Durante el trayecto la amiga que la contactó la llamó varias veces, más angustiada en cada una. “¿Ya venís?”, preguntaba cada vez más histérica. “Sí, ya vamos. ¿Cuál es la prisa?”. “Apurate que si no venís me van a matar”. “¡¿Cómo así?!”. “Aaapurate hombre, no pasa nada”. Y colgó.

Después de pasado el tiempo que demora transitar de la ciudad capital a Zacapa, llegaron al punto indicado. Esta vez una camioneta negra y hombres con rostros poco amigables las recogieron. “Venga por ellas mañana aquí a esta hora”, le dijeron al taxista que las llevó. Mentían.

“Fue bien raro, llegamos a un lugar a la orilla de la carretera, entramos y era una casa que estaba abandonada. Como que ahí hubo un restaurante que ya no funcionaba. Apenas habían mesas, un salón grande y ellos chupando al fondo”, recuerda. Sobre las piernas del jefe, una muchacha muy guapa.




Con ellas eran cuatro las chicas en la fiesta, los hombres las superaban en número. La fiesta en esencia era aburrida, un montón de hombres bebiendo, un kilo de cocaína sobre la mesa pero ni siquiera una bocina para poner música que ambientara el lugar.

“Como te decía, a uno la contratan para alegrar la fiesta. Yo no quería tomar mucho porque si me emborrachaba me dormía y saber qué me iban a hacer. Ella (la muchacha guapa) no aguantó, por eso le pasó eso”.

Madame bebía a sorbos su cerveza, regaba un poco en el suelo, daba otro sorbo y la escondía detrás del sillón en el que estaba. La treta le habría funcionado de no ser por uno de los narcotraficantes que se fijó en ella. Cuando intentó esconder otra lata, Madame sintió el metal frío sobre la cabeza. “Mirá, hijadelagranputa”, le dijo mientras la apuntaba con el arma. “Te acabás esa mierda o te mato ahorita”.

Quizá un poco más de cocaína

No hubo de otra, Madame inició la ingesta de cervezas (algunas ya calientes) fingiendo disfrutarlas para calmar a su cliente. A cada trago se sentía más ebria. Por un momento no le cabía ni agua en el estómago, pero al hombre que le apuntaba le daba igual. La cocaína fue lo único que la salvó de no caer borracha.

Mientras la línea blanca ingresaba por sus fosas nasales, en el mismo salón, pero sobre las piernas del líder, la muchacha guapa empezaba a tambalear. Quizá un poco de cocaína la hubiera salvado de no caer; quizá ya tenía mucha en su cuerpo y no hubiera tolerado otro poco más.

Madame comprendió que el ambiente de la fiesta dependía de ella. Si no había felicidad en lugar, algo malo podía pasar. “Mirá”, le dijo susurrando a la colega con la que llegó, “alegremos esto o nos lleva la chingada que ya se están malenado”. “¿Qué hacemos?”. “Subámonos a la mesa y bailémosles”.

Así lo hicieron, pero el ambiente seguía apagado, y apagado era malo para su seguridad. “Besémonos”, sugirió Madame y su amiga le siguió la corriente. El show de labios entretuvo por fin a la audiencia, Madame y su amiga danzaban y se acariciaban.

A falta de música ellas cantaban, gritaban, aplaudían y hacían lo que fuera necesario para inventarse una fiesta que no existía. Pero la muchacha guapa ya no pudo más.

La muchacha carbonizada

Uno de los empleados ofreció otra cerveza a la muchacha. Ella, más mareada que antes, le tiró la lata. Los presentes se percataron de la ofensa.

“Yyya no quiero más”, dijo balbucenado. “Yo solo quiero dormir y no despertarme nunca”. El jefe, harto de la mala actitud de la muchacha tomó sus palabras. “¿Ya no querés despertar? Te concedo tu deseo, pero primero me divierto”, y de una seña sus sirvientes retiraron del salón a la muchacha.

“Nos llevaron a la parte de atrás de la casa. Había una piscina y ella estaba amarrada”. El jefe de aquel fragmento del cartel, el cual fue catalogado por el gobierno de Estados Unidos como una amenaza global por sus sanguinarios métodos para ganar territorio, empezó a fantasear.

“Hagan de cuenta que estamos en un barco en altamar y yo soy un pirata. ¡Y ella –señaló a la muchacha atada– va a caminar sobre la plancha!”. Se carcajeba; sus empleados entendieron que esa era la señal.

La muchacha estaba atada y colgada de una polea que pendía del árbol. Unos cables pelados salían como serpientes desde los tomacorriente de la casa y se sumergían en la piscina. 

“¡Camine! ¡Camine!”, decía el jefe mientras la picaba con otro cable también electrificado. La muchacha cayó al agua e inició el show de luces.


Cuando una persona entra en contacto con la corriente eléctrica, su cuerpo se vuelve parte del circuito que transmite la energía. Cuando la muchacha se sumergió, su cuerpo fue como ver ese experimento en el que se conecta un alambre de cobre a una corriente y, conforme pasan los segundos, pareciera que del alambre nace una luz interna hasta tornarse rojo intenso, que en realidad es la excesiva acumulación de calor en tan pequeño espacio. Para la piscina, la muchacha era ese delgado alambre de cobre por el que pasaba toda la corriente. El agua, su propio sudor y el alcohol en la sangre solo facilitaban más la conducción. Alcohol era lo que le sobraba en el cuerpo.

Los sirvientes tiraron de ella para que colgara de nuevo sobre la piscina. “Yo quería llorar, gritar, pero el enfermo ese nos decía: ¡Miren! ¡Cáguense de la risa, pues! ¡Ríanse! Y nosotras teníamos que reírnos. Nos tuvimos que burlar de ella para que no nos mataran. Estábamos drogadas llorando a carcajadas. Yo sé qué es eso de que te electrocuten, sentía que era yo, era horrible, pero nos teníamos que reir”. A la nueva orden, los sirvientes bajaron de nuevo a la muchacha.

A cada sumersión el tono blanco de la piel desaparecía y daba paso a un color oscuro, tiznado. Las chispas salían, como espectáculo tecno en fiesta de piscina pero sin música, solo carcajadas y risas forzadas. “Pero espérense, ahorita viene la parte que más me llega”, dijo el jefe para anunciar su acto final.

Los sirvientes la desataron, la llevaron a una parte más oscura y la dejaron ahí. El baño de electricidad la había desconectado de sí misma, apenas la soltaron y cayó de frente, con un golpe seco sobre la grama, sin tener tiempo de meter las manos. Del agua salió el acto final del jefe: cocodrilos.




Por naturaleza, un ataque de cocodrilo consiste en morder a la presa y retorcerse para desmembrarla. Mastican poco, solo tragan, por eso cuando han capturado alguno que devoró un humano, en su estómago se han encontrado brazos y piernas enteras.

“La sangre salpicaba por todas partes, tiraban una mano y la volvían a agarrar, la mordían entre todos. De verdad era horrible ver eso y ese maldito se seguía riendo, a cada rato nos decía: ¿Verdad que da risa? ¡Ríanse, pues! Y nosotros queriendo llorar”. El cierre fue la guinda del pastel que solo puede disfrutar una persona que padece un serio trastorno.

“Pero miren, esos son bien mañosos, ahí van a ver”. El jefe sabía exactamente los gustos de sus mascotas, en medio de la desmembración, uno de los cocodrilos vomitó algo, como una bolsa plástica. “¡Miren! ¿Ya vieron que les dije? No les gustan los implantes”. Uno de los sirvientes tomó la bolsa de silicón y la arrojó al fondo, donde había otras bolsas similares. Al parecer, la muchacha no era la primera.

Me retiro

Hay una breve pausa cuando Madame termina su relato. “Esto que te conté es horrible, pero lo que más me dolió fue cuando el hijo de un diputado mató a mi amiga. Se enamoraron, pero al terminar él no aguantó los celos y la estranguló…”.

“¿Sabés?”, dice con su vaso vacío. “Estoy en periodo de salirme. Me salgo porque hay muchas envidias y porque de estúpida me enamoré. Esa persona que yo quería terminó pegándome. Yo siempre les digo a las chicas que cuando se salgan de esto, que no lo hagan por amor, que no lo hagan por un hombre porque de lo que se trata es de recuperar el pudor, la vergüenza, que ningún hombre te vuelva a manosear. Les digo que recuerden que el amor no lo es todo… pero el pisto sí”.

*Algunos hechos fueron modificados para resguardar la seguridad de la protagonista.

Vea aquí la primera parte




En Guatemala, el negocio de contactar damas de compañía está en crisis (Parte I)

Hace unos años, en sus mejores épocas, esta Madam organizó las más salvajes fiestas que se han visto, su catálogo de clientes habla por ella: Un conocido líder religioso, los más adinerados empresarios de Guatemala e, incluso, el mismo Chapo Guzmán.

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