Hace más o menos 25 años recuerdo haber ido por primera vez a una paca. En el pueblo donde vivía era algo vergonzoso, por lo que nos teníamos que esconder y vigilar que nadie se diera cuenta.
Durante el recorrido en esa tienda clandestina, teníamos que estar alertas de que nadie nos viera. Recuerdo una vez que tuve que esconderme en un vestidor improvisado porque unos amigos habían entrado. En retrospectiva, ese episodio de mi vida me da mucha risa. ¿Por qué habría de darme vergüenza? Aparte, ellos estaban comprando también.
Poco a poco las pacas fueron evolucionando. Recuerdo que primero eran volcanes de ropa y uno tenía que elegir las prendas mientras le daba vuelta a la ropa tirada en el piso. Luego fueron colocando percheros, donde todo era más fácil.
La historia dicta que este fenómeno comercial surgió en 1997 como una solución a las familias guatemaltecas con bajos ingresos. A partir de la década de 1990, los negocios proliferaron y su presencia se multiplicó en la mayoría de departamentos del país.
Ahora, las pacas han evolucionado y esa pena que nos daba también. Es un gusto encontrarse a un amigo en la Megapaca y hasta lo saludamos. También he visto cómo amigos publican en sus historias las prendas que adquirieron a un precio de quemazón. Hace unas semanas, una amiga presumía sus disfraces de Halloween y otra un vestido para ir a una boda.
Lo que comenzó como tiendas destinadas para personas de bajos recursos, se convirtió en un robusto negocio para todos los tipos de clases sociales.
Existen personas, como mi esposo, que no usarían una prenda de una paca. “Es ropa de muerto”, le dijo un amigo, y ese comentario le quedó guardado en su pensamiento todo el tiempo.
¿Se imaginan que la ropa que uno usó es de alguien que ya se murió…? Suena escalofriante, pero no sé si es demasiado fuerte para ya no ir a la paca.
¿Ustedes, qué opinan?