Marcela, una historia de nostalgia y condena imagen

Acontecen asuntos que transforman para siempre nuestro andar por la vida. Ciertas convicciones colectivas cambian por causas extrañas. Algunos no logramos comprender ni lo uno ni lo otro.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Su vida cambió en dos suspiros. Sí, en dos. No hay forma más gráfica de describirlo. El primero fue el último soplo de aire que exhaló su padre. El segundo, instantes después, fue el último suspiro de su madre. Murieron. Murieron juntos. Sucedió en un accidente automovilístico en alguna arteria centroamericana que une a nuestros países eternamente tercermundistas. Una carretera sin mantenimiento ni iluminación.

Fue un 4 de noviembre a principios del siglo XXI. Marcela no olvidará esa fecha jamás, tampoco su hermanito. De acuerdo a lo que cuenta, es como si casi 20 años después, ese día de noviembre tuviera el poder de volver el tiempo atrás, de repetirse una y otra vez.

La llamada, el rostro desarmado de su abuela, un rompecabezas que pieza a pieza fue cayendo al suelo. La desesperación con que la abrazó.

“Amarró mi espalda de nueve años como nunca antes lo había hecho. Lloró sobre mi cabello trenzado. Fue incapaz de articular con orden sus palabras. Soltaba ideas incoherentes al aire. Accidente, trailer, tus papás, carretera, después de la frontera, lo siento tanto, luces apagadas, derrumbe, lo siento tanto mijita…”

Marcela ve al vacío para ordenar su relato.

“Tres días antes, mis papás salieron rumbo a un país vecino. Él por asuntos de trabajo, ella para acompañarlo. Tenemos hambre de una pequeñita luna de miel. Así dijo.”

El baúl mental donde Marcela guarda recuerdos de los últimos momentos con sus papás lo atesora bajo el mejor resguardo. Tal parece que con voluntad sobrenatural, cada 31 de octubre logra revivirlos. Su presencia se materializa fugazmente en el gozo que acaricia la historia de su infancia.

“Mamá sale de la cocina con su magnifico sombrero de bruja. El cabello suelto, largo lo ha pintado de azul y verde, y una gigantesca nariz corona el centro de su rostro.Tan bien colocada, parece nariz de verdad. En sus manos sostiene una bandeja de galletas humeantes con forma de gato. Su aroma a mantequilla invita a un ilógico atiborramiento de gatos dulces. Sobre la mesa del pantry, en inmaculado orden, aguardan bolsitas de papel celofán, listón naranja y negro, tijeras y calcomanías con la leyenda Happy Halloween. En otras bolsitas, alineadas como soldados, hay pastelitos de rice krispies teñidos de naranja con huellas negras. Brownies, turrón con anicillos, chocolates en forma de calabaza, dulces sorpresa envueltos en papel de china negro que desde la semana anterior estampamos con sellitos fosforescentes de murciélago. Paletas de cajeta.”




Todo tipo de dulzuras preparaba su mamá para Halloween. En la colonia donde vivían, todos los niños y también los adultos celebraban a lo grande. Llevaban invitados. Era un evento universal, cada detalle importaba. La decoración de las casas, el esmero que lucían las golosinas, la transformación de las cubetas con las que salían a recoger dulces, y, por supuesto, los disfraces.




“Deje que le cuente más detalles del disfraz de mi bella mamá. Sus medias, ralladas en sentido horizontal, eran rojo con blanco. Los zapatos negros con hebilla cuadrada eran negros, las puntas dirigidas al techo parecían narices respingadas. Su falda negra, llevaba bordadas calabazas de lentejuela naranja y fantasmas blancos en el borde inferior. Vestía un corpiño negro de lazos rojos cruzados y la blusa era de encaje (negro también) que simulaba calaveras. Nunca ha visto un disfraz como el suyo, ni sentido ese entusiasmo que batía en la masa de las galletas o colgaba en las telarañas que colocaba en lámparas y ventanas o irradiaba al encender veladoras colocadas dentro de calabacitas con rostro.”




Lo hacía por los niños, cuenta su hija, hoy adulta y madre. Pero también era su forma de volver a la infancia, de ver a su versión niña en una época de “asuntos más simples”, como gustaba decir.




El asunto es que por alguna extraña razón, grupos extremos han condenado a Halloween como algo siniestro. Si tan solo sintieran lo que representaba para muchos vecindarios en los que proliferaban los niños. Familias jóvenes a las que la felicidad les empezaba y terminaba en festejos pequeños para los pequeños. Es tan escaso el lujo de la convivencia familiar en este siglo digital. Nada oscuro puede suceder en un disfraz y un atracón de chocolates.

“Nunca escuché hablar de ritos macabros para este día. Mi ilusión era comer dulces, jugar con mis amigos del barrio, cantar mientras íbamos de casa en casa, competir en cantidad de dulces recolectados, inventar el mejor disfraz. También bailábamos en la reunión de todos. Porque después de un recorrido de canciones y golosinas, nos juntábamos en la casa mejor decorada. ¿Los jueces? ¡Los niños! ¿Quién más?”




Celebraban concurso de disfraces. Su padre eran el mejor de su cuadra para colaborar con ideas y materiales. El último Halloween que vivió, ayudó a Marcela a crear su disfraz de Estrella Fugaz.




Pocos años después del accidente, mientras vivían en casa de su abuela, en un barrio en donde los niños eran escasos y las viejitas de misa diaria se multiplicaban, empezó la condena a la noche de brujas. Una fiesta en la que todo lo que hay son niños disfrazados con la felicidad de los dulces en cubetas decoradas con ingenio. Una actividad en la que, por su espíritu infantil y alegre, no caben ritos absurdos a fuerzas demoníacas.

Marcela viste el disfraz de brujas que usó su mamá aquel último Halloween, prepara las golosinas y decora su casa como lo hacía ella. Sale con sus dos pequeñitos a pedir dulces, son bien recibidos en la mayoría, sus vecinos conocen la historia. Y están las otras casas. Las de luces apagadas y rótulos que condenan a Halloween.

Si pudieran por un instante calzar mis zapatos respingones, ver al fantasma de mis papás disfrazados y disfrazándonos, si probaran mis gatos de mantequilla, si escucharan… ¿Quién sabe? A lo mejor comprenderían cuánto pesan las pérdidas definitivas.” 




Inspirado en hechos reales. Nombres, fechas y sitios han sido cambiados, por razones de privacidad.

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