Una ferretería sería mi bar ideal: El blog de música de Max imagen

En un repentino feeling como de breve mortalidad decido que ese mostrador en forma de escuadra sería la barra perfecta para servir en vaso cualquier plática o silencio, acompañado de música.

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Montserrat Caballé y la ferretería

Intencionalmente paso caminando todos los días por ahí. Me paro frente el local y lo miro mientras espero que el semáforo de verde o rojo o lo que sea. Solo lo miro. Me da como armonía de entrar a sentarme un ratito en esos bancos, pedir algo y fumar con el doncito del mostrador. Pero no entro. Me quedo afuera nomás, oyendo como irrumpe en mis oídos la voz de témpano de Montserrat Caballé, la soprano del Movimiento IV de El Greco, un disco de 1998 de Vangelis que, para mí, sólo vale la pena por ESA pieza.

“Bombas y filtros para piscinas únicas en su clase” se lee en un cartel feo del local.

Canta la Caballé y siento ansiedad. Ella y ese lugar que siempre me detengo a mirar me dan ansiedad de música y alcohol. “Esto debería ser un bar” fantaseo.






El semáforo da verde o rojo o lo que sea y bien podría cruzarme la calle pero me quedo parada en el mismo lugar porque la canción que estoy oyendo me petrificó. “A esta su majestad soprano si la absuelvo del fraude fiscal del que la acusan” resuelvo en una mi anotación mental mientras que echo otro vistazo para adentro.

En un repentino feeling como de breve mortalidad decido que ese mostrador enorme en forma de escuadra sería la barra perfecta para servir en vaso o en botella cualquier plática o cualquier silencio, acompañado de música, claro está.

Me da como emocioncita solo de imaginarme el lugar transformado y por culpa de la soberbia interpretación de la mujer que me canta en los oídos, siento ganas de un trago.

¿Esto es ansiedad alcohólica o ansiedad musical? Misma mierda, tengo vicio por las dos cosas. Y como una te lleva a la otra, en mi cabeza se empieza a incubar el posible repertorio musical que me tiraría si este lugar tan pulcro y perfecto en vez de ferretería fuera mi bar.

¿Con qué rola empezaría? Conociéndome, todo el line up sería improvisado porque nunca se sabe en qué mood puede andar uno. La música siempre se oye en el desorden que el sentimiento te va ordenando poner.

“Que rico sonaría mi equipo Technics aquí”, sigo fantaseando y en mi mente me deshago del cartel feo de las bombas únicas en su clase y lo sustituyo por un rótulo que diría ¨We dont play no music requests¨ para no tener que lidiar con el ¨ala poneme una canción” y porque tengo claro que nunca hay que subestimar el mal gusto del guatemalteco.

El señor de las manías que siempre se pone por ahí en el mismo lugar a vender me mira. Ya me tiene controlada en mi hábito de esperar en el mismo spot a que pasen los carros y se ríe. Hombre sabio de sensibilidad finísima que intuye que quienes llevamos audífonos preferimos estar excluídos de este mundo.

Aprovecho que pasa otro chorro de carros para seguir analizando el lugar y me enfoco con disimulo en el piso lustradísimo y desgastado, perfecto para las chencas que inevitablemente pararían en el suelo. 

“¡Aquí se fuma y qué!” diría otro de los rótulos porque un bar sin nube de humo no es bar. Exhalo.


Al centro del local hay unos tubos de metal en fila que sostienen una especie de bodega desordenada en el segundo nivel. Ese detalle, mas el reloj blanco y negro en la pared del fondo, le dan un toque industrialosoobrerolaboral que me parece adecuadísimo para cuando en uno de mis mood swings, suene en el antro algo de Britpop o NIN. En mi fantasía hasta siento que el local me pertenece sólo por el simple hecho que nadie lo ha visto como lo veo yo.


Mi propio mezzanine

Sigo parada en la esquina entre el alboroto y la histeria del rush hour y ahora la Caballé está dando alaridos viscerales pero eso sí, afinadísimos. Cualquier cosa horrible de esta esquina se vuelve sublime con este fondo.

Es entonces que caigo en cuenta que ese techo en desorden que se sostiene con los tubos del toque industrailoso que antes mencioné no es techo… es mezzanineeee… ¡El lugar tiene mezzanine! ¡Aaah! Que rico tomar una cerveza ahí arriba, pienso.

En lugar de cajas apiladas, las bocinas. La música es distinta si se oye amplificada en alta fidelidad y mejor aún si viene acompañada de un rayo de sol como debe ser cuando se está por la tarde en el mezzanine de un bar.

En una parte menos intensa de la canción que sigue sonando en mis audífonos, se cuela el ruido de la calle y se me va el romanticismo a la chingada y me surge una duda profundamente superficial ¿por qué pisados me emociono con la idea de un bar ahí? A ver. Conocer gente no es lo mío; lidiar con bolos mala taza, menos; soportar malos gustos, paso. Pero vuelvo a mi éxtasis propiciado por la voz de la ex convicta y entiendo que lo que busco es una combinación de sensaciones que, salvo raras excepciones, es difícil encontrar en algún antro: el placer de tomar un trago oyendo una rola exquisita de esas que te redimen, algo así como la sensación de libertad que debió sentir Montserrat cuando salió de la cárcel después de estar 6 meses presa por defraudar al fisco español.

Oír musicón, par de tragos y charla. Cosas simples para personas simples, algo que parece mucho pedir en una ciudad lobotomizada por un pésimo gusto musical, donde de lo malo se oye lo peor y de consideración para el resto de nosotros, ni hablar. Para mi desgracia, si algo abunda en esta país, son los ambientes tipo concierto de reggaetón Brahva. Asco.

Está por terminar el Movimiento IV… Montserrat Caballé, ya serena al final de la canción, aúlla quedito con la resignación de alguien que suelta. Me cruzo la calle y sigo pensando en el bar que no es bar donde también sonará John Coltrane, según. 

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