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Monsanto realiza una reflexión sobre la muerte y el sentimiento de los dolientes.

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UN SUSPIRO. Por Guillermo Monsanto

La vida es un suspiro. Y como tal, su soplo nos lleva por un tobogán que pareciera ir más de prisa conforme nos hacemos adultos. Aunque hay excepciones, muchos no conocemos la dimensión de perder un ser querido hasta pasado un buen tiempo. La muerte, en la mayoría de los casos, pareciera finiquitarlo todo. Acaba con la oportunidad de matizar situaciones interpersonales de amor u odio. Se queda con palabras no dichas, promesas y pensamientos que no llegaron a materializarse. Nos arrebata ese algo físico y con ello tantas oportunidades inmediatas que se redimensionan con la pérdida del ser querido. Toda percepción es tan subjetiva después que alguien amado se ha ido.

La madurez ayuda a sobrepasar el duelo por ese misterio no resuelto al que muchos le tienen miedo, no hay duda. Si no racionalizáramos el dolor, no podríamos superar esa impresión de pérdida. Sin embargo, el manejo de la sorpresa, la ausencia y otros sentimientos que a priori son confusos, evolucionan de modo diferente en cada doliente. Todo depende del nivel de abstracción emocional que cada quien maneje.

Estoy llegando a esa edad que, a los treinta, me parecía imposible de alcanzar. Un día me desperté diez años más viejo y al volver a abrir los ojos tenía cincuenta y seis años. Al ver a mi alrededor con más atención, me di cuenta que la mayoría de mis amigos, mis primos inclusive, ya había enterrado a todos sus abuelos, muchos, los más, éramos huérfanos de padre o madre. El resto ya los había perdido a los dos. Pero más alarmante, también la gente de mi generación estaba viajando ya a la otra orilla en su propia barca de Caronte. Ya dependerá de la cultura y creencias de cada quien, para identificar en dónde están las almas de sus seres queridos.




El repertorio de mis seres amados que ya no están es enorme. Tengo la certeza que aun viven en mi corazón porque pienso en ellos con felicidad, nostalgia y un enorme deseo de verlos otra vez. Que los quiero, los quiero. Hoy le tocó el turno a una extraordinaria mujer: María del Socorro González. Buena como pocos. Con una dimensión gigante, comprensiva, cálida, leal. Un espíritu bueno. Compasivo. Socorro no pertenecía a mi universo creativo, pero su presencia habitaba ese espacio que llegó mucho antes que yo pudiera considerarme artista. Va este pensamiento para ti, nuestros compañeros de la universidad, y aquel tiempo dorado que duró entre 1981 y 1986 y que el teatro, finalmente, nos robó.

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