SEÍSMOS imagen

Las señales en el cielo son portadoras de malas noticias. Los animales sienten. El terremoto anuncia su inminente furia.

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SEISMOS, 1976. Por Guillermo Monsanto

Varios pobladores avistaron, embelesados, luces incandescentes atravesando el firmamento nacional. “Señales en el cielo desgracias en la tierra” dijeron las abuelas el 24 de enero de 1976. De pronto despuntó un frío inusual que duró algunas horas. Mientras tanto las hormigas trabajaban, atrapadas en un demencial frenesí, trasportando alimento al corazón interior de sus nidos a través de sus troneras. Nadie les prestó mucha atención. “Seguramente va llover,” pensaron en el campo.

3 de febrero. Las mascotas domésticas empiezan a manifestar un comportamiento inusual. “La Suky se orinó en medio de la sala”, “Nerón mordió la gabardina de mi papá”, “el loro está gritando como poseso”, “La gata se metió debajo del “fouyer” y no hay manera de sacarla”. Cada quien se acostó batallando con sus mascotas. “Qué aire hay”. En el interior de la república las gallinas, los semovientes, los perros están desesperados… “Abuelo, la mula botó la puerta del corral y salió disparada para el monte”. “Andá a ver si no se metió un zorro al palomar, esos pájaros me van a volver loca”. Decenas de voces tranquilizando a sus animales. Centenares ignorando las señales.

4 de febrero a las 2:33 de la mañana. Algunas madres se despiertan inquietas. Gusanos y lombrices empiezan a salir de la tierra buscando la superficie. Los peces se alejan de las playas y se internan en el mar. Los cangrejos de agua salada y dulce ven al cielo con las tenazas alzadas y amenazantes. Se encienden algunas luces. Muy pocas personas salen de sus casas obligando al resto de la familia a acompañarlos. Alguna que otra llamada avisando que salgan a la calle, que “sienten que algo malo va a pasar”. Los perros aúllan desesperados. En el campo los reptiles salen de sus escondites, por centenares, sin rumbo definido. Las calles de las ciudades se llenan de ratas que huyen apresuradas de las cloacas.

3.32 de la mañana. Se escucha un ruido que pareciera salir de las entrañas de la tierra. Como si una máquina gigantesca triturara rocas gigantescas. Viene de lejos, pero se acerca avasallante. Pocos segundos después, la tierra comienza a hamaquearse y nuevos ruidos se suman, al producido por el propio terremoto, en el subsuelo. Primero son vasos, platos, peceras. Luego cosas más grandes como trinchantes, roperos, ventanas rotas, macetones. Paredes, techos y gritos humanos. Todo se mueve descontroladamente. Medio segundo después, muchas poblaciones habían desaparecido con todos sus moradores incluidos.

Temblor tras temblor, la mayoría de la gente sale de sus casas. Algunos no regresarán a ellas jamás. Otros no lo logran. Dos días después, un segundo seísmo destruye lo poco que quedó en pie. No hay moradas donde refugiarse. Champas, campamentos improvisados y “tembloreras” acogen temporalmente a los sobrevivientes… Más de 22,000 almas no lo logran. Han quedado soterrados bajo sus propiedades. tres días después, el hedor de la morgue, improvisada en el estadio, es un recordatorio indeleble de que cuando se ven señales en el cielo hay desgracias en la tierra.

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