Relato de un viaje muy peligroso en Uber (Segunda parte) imagen

Esto contó Don Tito*, piloto de Uber, durante un viaje. Ficticio o real, juzguen ustedes. Mientras me lo contaba, analicé sus expresiones, ritmo y lenguaje. A mi me pareció muy real. Parte 2

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El siguiente relato me lo contó Don Tito*, piloto de Uber, mientras transitábamos por Carretera al Salvador y nos aburríamos en las largas colas de autos. Ficticio o real, juzguen ustedes. Mientras me lo contaba, analicé sus expresiones, ritmo y lenguaje. A mi me pareció real. Ésta es la segunda parte. Aquí pueden leer la primera.

La sensación del cañón del arma en mi cabeza desactivó la adrenalina. Frío y punzante, con olor a pólvora y pena, a prohibido y poder. Cualquier segundo podía ser el último. Toda mi vida estaba en manos de un ebrio asustado con una pistola en la mano izquierda, los ojos en el retrovisor, entre las piernas un litro casi vacío de cerveza y en la conciencia Dios sabe qué pensamientos y culpas. La pierna me temblaba tanto mientras pisaba el acelerador, que pensé que nos chocaríamos en cuestión de segundos. Estaba en modo automático. Solamente escuchaba las indicaciones del patojo: “Cruce aquí”, “Más rápido”, “Siga recto”, “No me mire”. 

No sé adónde fuimos y en realidad no me recuerdo. En esos momentos que uno está tan asustado, la memoria falla y el cuerpo se concentra en los instintos. Tampoco podría decirle cuánto tiempo pasó entre que nos alejamos de los hombres que nos perseguían en aquella calle del Barrio Gerona hasta el momento en que el patojo me pidió que me detuviera y me orillara en una calle. Las llantas rechinaron. El clima, afuera, parecía burlarse de nuestra situación. La noche estaba despejada y tranquila. Las calles solitarias. Pero dentro del carro, yo luchaba por evitar que una bala me perforara el cráneo. 




Los minutos pasaron y los dos nos quedamos en silencio. Por alguna razón encontré el valor y, midiendo mis palabras, le dije: “Disculpe, ¿me puedo ir a mi casa ya?”. El patojo solo me volteó a ver y de la manera más inesperada, soltó una carcajada tan larga, peligrosa y pícara que me produjo escalofríos. “No. Vos vas a acabarte esta chela conmigo. No quiero estar solo”. Sentí como se me desmoronaba el mundo. 

Un trago amargo y una patada

El cañón del arma me seguía observando celosamente, por lo que decidí seguir la corriente. El patojo me pasó el litro de cerveza y contra mis fuerzas, me empiné la botella y le di un buen trago. Quise vomitar pero me aguanté. Luego el bebió y me volvió a pasar el litro. De trago en trago me invadió un pensamiento fatal: ¿Qué sucedería cuando se acabara el litro? ¿Me mataría? ¿Significaba cada trago un minuto menos de vida? ¿Me encontrarían muerto con olor a alcohol en una esquina de Dios sabe qué zona? ¿Así terminaría mi vida?

“Dele que éste es el último trago”, me dijo el patojo. Tomé la botella y lo miré sin pestañar. “Voy a abrir las ventas que hace mucho calor”, le dije. Mi propuesta pareció no importarle y con la poca valentía que me quedaba abrí mi ventana. 

Una lágrima intentó escaparse de mi ojo derecho pero me contuve. No moriría llorando. Seguía sintiendo el arma en mi cabeza. Miré fijamente el interior de la botella y cualquier cantidad de pensamientos se dibujaron sobre la espuma caliente que acompañaba a ese último sorbo que debía ingerir. Cerré los ojos, empiné el litro y bebí el trago amargo. Lo último que escuché fue un estruendo y el frío del cañón abandonando mi cabeza. Abrí los ojos rápidamente y volteé a ver al copiloto. El patojo había abierto la puerta para vomitar en la calle. No lo pensé dos veces  y mientras estaba inclinado lo empujé del auto con todas mis fuerzas. Cayó redondo y sin resistencia al asfalto. Aceleré con la puerta derecha abierta y me alejé de allí sin detenerme ni un segundo. Cuando estaba seguro que me encontraba bastante lejos, pateé la pistola por la puerta y luego la cerré. 

Cuando llegué a mi casa estaba mi esposa esperándome desconsolada. Mi celular repleto de llamadas perdidas. Pero antes de que pudiera regañarme, le dije que se sentara porque tenía algo que contarle… 




-¡Bueno! ¡Ya llegamos! – me dijo Don Tito interrumpiéndose en su propia historia. Me sorprendí de lo inmerso que estaba en la historia. El tiempo se había ido volando y mil imágenes de la situación del conductor, unas horas antes en ese mismo carro, desfilaban por mi imaginación, tan audaz como peligrosa. 

Le agradecí a Don Tito y antes de bajarme me vibró el celular. Era una notificación de Twitter. El alcalde capitalino y expresidente Álvaro Arzú acababa de morir. Le conté la noticia mientras me bajaba del auto y Don Tito, sin perder la gracia y como que si lo que me acabara de contar fuera un chiste, se limitó a contestar en tono de discurso: “Ve pues y de pensar que si los políticos hicieran un buen trabajo, habría leyes bien cumplidas que no permitieran a los patojos andar chupando y portando armas. Drogas lejos de las manos y del país. Iluminación y seguridad en las calles. Tal vez no me hubiera pasado esto. ¡Pero por algo la vida es sabia! Si no le hubiera contado esta historia, ¡qué aburrido la hubiéramos pasado en este viajesito!”. Y comenzó a reírse. Don Tito soltó una carcajada. No como la que pegó aquel patojo mientras le apuntaba con el arma. Esta era una carcajada de frustración y alivio. 

Me despedí con un sonrisa. Di la vuelta y caminé. Y cuando pude sentarme, comencé a escribir. 

*El nombre de este piloto no es Don Tito. Ha sido modificado para poder contar este relato. 

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