Relato de un crimen en Santa Maura Llanos Amplios (parte 1) imagen

Pocas cosas podrían haber sucedido aquella noche calmada y calurosa de abril. Sin embargo, para Santiago Cajal, ese día fue el inicio del fin. Y solo él sabía por qué.

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Pocas cosas podrían haber sucedido aquella noche calmada y calurosa de abril. Por ello, Santiago Cajal había decidido cerrar más tarde el negocio y no le había dado importancia a aquel cliente, amigo suyo, que se había quedado allí, hasta tarde, conversando. Era martes y al día siguiente había que levantarse temprano, pero Cajal dejó la responsabilidad a un lado y se acomodó en el viejo sofá que por tanto años había recibido los numerosos traseros de la clientela que la barbería “El Siglo” atendía a diario. 

A pesar de ser martes, del calor y de la escasez de dinero, todo parecía perfecto. El amigo de Cajal, Bruno Guzmán, hablaba como siempre: sin permitir que lo interrumpiera ni un terremoto y a todo pulmón, como si su público se tratase del estadio municipal a su máxima capacidad. “No te digo, pues, aquel viene y comienza a decirme que pintemos la casa. ¡Yo no tengo pisto para eso! Pero los suegros solo opinan y nunca preguntan cómo anda uno de plata. Y es que él siempre se ha metido en lo nuestro (…) Yo sí le digo a mi gorda que un día de estos me voy a desesperar y me le voy a plantar de frente, para que deje de estar opinando de mis babosadas (…) No, no, te prometo que cómo friega. No es primera historia que te cuento de aquel…”. Una historia de ese nivel ameritaba unas cuantas cervezas y esa fue la única razón por la que Guzmán se retiró de la barbería, a pesar de que Cajal le dijera que no hacía falta, que era martes y que las borracheras las había dejado a los 15, cuando todavía estudiaba en la escuela.  

Hijo de quien había sido el polémico alcalde del municipio de Santa Maura Llanos Amplios, ahí por los años 90, Santiago Cajal había optado por llevar una vida austera, lejos de la prensa comunitaria y local, todo lo contrario a su padre y su hermano, quien había heredado la vena política y teatral de su papá. Su esposa y sus dos hijos eran su prioridad. A los 43 años, pensaba que ya no era momento de aspirar más sueños que el de mantener la barbería “El Siglo” a todo motor, con el afán de mantener a sus hijos y ayudarles a cumplir sus sueños. Todos esos pendientes, unas deudas por cuadrar y el futuro tan incierto despertaron en Cajal un antojo de cerveza; cerveza que no venía desde hace diez minutos que Guzmán se había marchado. 

La tiendita no quedaba lejos y si alguien no se tardaba al momento de comprar alcohol era Guzmán; siempre sabía lo que quería y tenía el dinero para pagarlo. Su compañero se ganaba la vida siendo el chofer de un pequeño camión para un adinerado “finquero” que tenía su terreno por la zona. Desde pequeño, Bruno había crecido en aquel terreno aprendiendo de su madre a cortar café. Por curioso y necio, había aprendido a manejar y eso le había permitido llegar a un puesto más alto: no cualquiera era el piloto del camión del patrón.

Pasaron otros 20 minutos y Cajal, preocupado, salió rumbo a la tienda a encontrarse con Guzmán. El portón de la barbería quedó cerrado con candado y las llaves en el bolsillo izquierdo del dueño, que caminaba a paso ligero. Santa Maura Llanos Amplios era un municipio tranquilo, así que lo último que se le pasó por la cabeza al hijo del alcalde fue algún crimen contra su amigo. Pensaba más que el platicador se había encontrado a alguien en el camino y que lo estaba adoctrinando con el discurso de “odio a mi suegro”. Pero esos pensamientos se esfumaron cuando Cajal entró en la tiendita. 

La escena era toda confusión. En la entrada, sobre el piso de concreto, yacía Guzmán sobre un charco de sangre y un par de cervezas que habían sufrido el impacto del choque contra el suelo. La pequeña luz del lugar titilitaba como en una película de terror. La estantería de los Tortrix estaba en el suelo y unos garrafones de agua habían sido perforados por alguna bala perdida. Al fondo, sobre el mostrador, estaba reclinada doña Trinidad, con el rostro desfigurado. Parecía que todavía respiraba. Caminó hacia ella y sus zapatos se mancharon con la sangre de Guzmán. Tocó su brazo izquierdo y la mujer levantó, lentamente, la cabeza. “Justos pagamos por pecadores”, dijo entre dientes y luego se desplomó en suelo, mostrando una profunda herida de bala en el vientre. 

Sin saber cuántos minutos había pasado Cajal contemplando el lugar, maldiciendo la suerte y temblando estrepitosamente, sintió cuando una mano tocó su hombro. No le preguntaron nada. Se lo llevaron como un costal de papas, luego de proporcionarle su “merecido” golpe en las costillas. Los dos policías cerraron el lugar y montaron guardia. Un tercero lo metió en la patrulla y se lo llevó a la comisaría. 

A lo lejos, desde las ventanas del Hilux, Cajal pudo ver a un par de patojos que se intercambiaban unos billetes intentando ser discretos. Todo había sido tan confuso. La tienda, la sangre, Trinidad, su amigo, la noche… el martes. Antes de que se desplomara en el sillón, pensó en la esposa y en los hijos de Guzmán. ¿Cómo les explicaría todo esto? Al fin y al cabo, la muerte de Guzmán y Trinidad eran culpa suya, aunque no hubiera jalado el gatillo. Solo él sabía por qué. 

Continuará…

(Nombres de los protagonistas y lugares son ficticios. La historia podría ser real, aunque su autenticidad no ha sido confirmada al 100 por ciento por el autor, de modo que este relato está hecho con fines de entretenimiento nada más).

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