Relato de los sucesos inexplicables en la casa de al lado imagen

Nadie, nunca, le negaba una cita a Amado Guzmán. En la Guatemala de 1900, un personaje misterioso acaparaba el chismorreo de las calles. Una serie de crímenes no resueltos también.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Tuve que ir a ver la casa para poder relatarlo después de verlo con mis propios ojos. Y allí estaba. Quien me contó la historia, quizás no mentía del todo porque justo allí, en plena zona 1, se encontraba aquel lugar que me habían descrito a través de un mensaje en mi página de Facebook (@JDGodoy95). No puedo asegurar que lo que voy a contarles sea cien por ciento real, pero al menos entretiene a las mentes más inquietas como la mía.

Desde que escribí el “Relato de un espanto en un parqueo de la zona 1”, hubo personas que comenzaron a enviarme sus relatos de “terror” y “misterio” para que los compartiera o simplemente para alimentar mi fanatismo por las historias de hechos que escapan de la normalidad. Así fue como llegó esta historia a mis manos.

Relato de los sucesos inexplicables de la “casa de al lado”

En 2019, la casa no es más que una edificación abandonada, de esas que revelan el ladrillo antiguo cuando los parches del repello de concreto ceden; vencidos por el tiempo, el descuido, la naturaleza silvestre y el olvido. Pero hace algunas décadas, sobre todo a principios del siglo XX, dentro de esas cuatro paredes ocurrían cosas que no se contaban en papel, por el miedo a que la misma tinta maldijera al escritor y le cobrara una factura escalofriante. Los chismes que salían de aquellas cuatro paredes eran premeditados: se murmura con control y se transmitía de manera oral la historia que su protagonista quería que se contase. Nada más y nada menos.

Eran los tiempos en los que Estrada Cabrera gobernaba en el país. Por ello, el murmullo y el castigo iban de la mano, no solo desde el Ejecutivo sino también entre civiles, desde las clases más bajas hasta las más altas. Así como desde que Estrada Cabrera se hizo cargo de la presidencia no toleró ningún tipo de oposición y comenzaron a aflorar una serie de crímenes políticos, torturas en la Penitenciaría Central y fusilamientos de numerosos opositores, así también el personaje que vivía en aquella casa mantenía un control intensamente meticuloso sobre quien entraba a su propiedad… Y también sobre quien salía.

A menudo subían los tres escalones y cruzaban el umbral de madera figuras muy conocidas en la Guatemala de 1900. No solo políticos, sino escritores, poetas, periodistas, empresarios, prostitutas, vagabundos y criminales. Aquellas cuatro paredes vieron lo que pocos, escucharon lo que algunos y silenciaron lo que todos. El lugar no era ni muy ostentoso ni muy humilde. Era lo que en esa época podía considerarse como una casa normal, tan normal que no llamaba la atención a simple vista. Amado Guzmán, su perenne anfitrión, lidiaba con todo tipo de personalidades, días tras día, noche tras noche. Imposible saber con certeza qué era lo que atraía tanto a las personas que visitaban “la casa de al lado”, como habían apodado las masas a la edificación de Guzmán. Según el murmullo de la calle, aquel era un apodo secreto para referirse a aquella casa y no meterse en problemas. Pero Guzmán, que todo lo oía y que todo lo sabía, había recibido el apodo de su morada con buenos ojos y permitía que se hablase de ella en esos términos, puesto que si no hubiese querido, un par de labios silenciados habrían servido para dejar claro su mensaje.

A Amado Guzmán pocos lo habían visto de frente. Es más, solo algunas personas podrían identificarlo puesto que nunca abandonaba su residencia, o al menos nadie se daba cuenta. Quien sin conocerlo se hubiese topado con él, ni siquiera lo habría recordado. Lo único que se murmuraba era que a su ojo derecho, como consecuencia de un golpe en una trifulca en un bar a las afueras de la Ciudad, o al menos eso era lo que contaban en las calles, ahora lo cubría un parche como de pirata.

Sucedió un día que un vagabundo decidió hablar sobre lo que había visto en aquella casa durante una noche de julio. Le contó a la que atendía la abarrotería de la esquina que un día, el mismo Amado Guzmán se le había acercado para invitarle a su morada. “Ambos sabíamos perfectamente quienes éramos. Yo, un simple vago de nombre Josefo. Él nada más y nada menos que Amado Guzmán, el de la casa de al lado, el mismo que se reunía con políticos, policías, periodistas y prostitutas. ¿Cómo lo supe? Pues porque vi el parche. ¡Es cierto que cubre su ojo derecho!”, dijo el vagabundo. Pues aquella noche, Josefo se levantó de la acera, se quitó el polvo y se dirigió a la casa de Guzmán, sin saber la razón de sus pasos. Subió las tres escaleras, tocó la puerta y cruzó el umbral de madera.

La casa, por dentro, no ofrecía mucho. Una pequeña sala en el centro las hacía de recepción, lugar de atención para huéspedes y oficina. Al lado izquierdo, unas pequeñas escaleras de madera que conducían a un escueto segundo nivel. Al fondo, una especie de cocina y comedor nada excepcionales. A la derecha, una puerta de madera perfectamente cerrada. Guzmán bajó por las gradas de madera del lado izquierdo e invitó a Josefo a sentarse en la sala. Le sirvió algo de alcohol y sin preguntarle, encendió dos cigarros. No dijeron absolutamente nada durante al menos media hora. Bebieron y fumaron sin quitarse los ojos de encima. Arriba, en el segundo nivel, podían escucharse unos golpes leves. Había alguien más en la casa. El encuentro acabó pasados los 45 minutos, las seis copas y unos diez cigarrillos. Guzmán despidió a Josefo con un fuerte apretón de manos y le dijo que debía encargarse de un asunto allá arriba. “¿Una su compañerita, señor Guzmán?”, bromeó Josefo. “Te sorprenderías si te enseño lo que hay allá arriba”, respondió el dueño de la casa de al lado con una sonrisa. Sin pensarlo, en pocos minutos ambos se encontraban en el segundo nivel, frente a una habitación oscura en la que solo había una mesa y algunas sillas rodeándola. Ambos tomaron asiento.

El corazón del vagabundo latía fuertemente. Algo no estaba bien, pero al mismo tiempo la curiosidad por aquel lugar, aquel hombre y la finalidad de la visita hacían que Josefo siguiera las instrucciones al pie de la letra. Allí, sentado en una silla de madera, contempló como Guzmán de deshacía de sus vestiduras y sobre su cuerpo desnudo se colocaba una serie de collares, una corona de un material brillante, unos anillos de diversos colores y se quitaba el parche del ojo derecho.

Hubo silencio. Josefo tragó saliva y se quedó inmóvil. Aquel era el ojo más extraño que había visto en su vida. No distinguía pupila alguna, solo un universo infinito de colores y figuras que lo embobaba cada vez más. Sintió como las manos de Guzmán apretaban las suyas fuertemente. “Harás todo lo que el mago te diga, por él y por sus joyas”, fue lo último que Josefo escuchó antes de caer en un sueño profundo.

Cuando despertó, el vagabundo estaba en la misma acera de la que se había levantado. El dolor de cabeza era inevitable y punzante, como quien se despierta luego de una borrachera memorable. Palpó todo su cuerpo y entonces recordó con imágenes borrosas el ojo de Guzmán, las joyas sobre su cuerpo, la corona brillante y, al cabo de unos minutos, sintió como su cuerpo se adormecía. 

Los siguientes tres días pasaron tan rápido que Josefo sintió que había dormido en aquella acera 72 horas de corrido. Lo despertó el vocero de la prensa y los murmullos en la calle. La gente estaba conmocionada por un asesinato que había ocurrido la noche anterior en la casona de los García. Alguien había entrado a aquella casa, robado joyas y dinero y asesinado a doña Blanca de García, sin piedad ni temple, a cuchilladas crueles por todo el cuerpo.

La señora de la tienda lo interrumpió en ese momento. “¡Josefo, pero qué cosas me cuenta! Pareciera que a usted lo hubiesen hipnotizado. Sigue bebiendo, ¿cierto?”, le reprimió. “Además, si tan cierta es su historia, ¿dígame qué hizo usted por el señor Guzmán de la casa de al lado?”, le preguntó bajando el tono y acercándose al vago. Josefo se limitó a enseñarle sus manos y a extraer de sus bolsillos un pañuelo ensangrentado. Por las costuras, los pañuelos pertenecían a una mujer de mucho dinero. La tendera pegó un grito al cielo. “Ha sido Guzmán, señora, lo juro”. Al cabo de unos minutos, Josefo era trasladado a la Penitenciaría Central y en tan solo una semana, los guardias recibieron la orden de fusilarlo por el asesinato de doña Blanca de García.

Esa misma tarde, fusilaban, por órdenes de presidencia, al vagabundo Josefo, quien gritaba alocadamente “Por las joyas del maestro”.  En la noche, uno de los guardias que había disparado llegó a su casa y se sentó en su habitación, dispuesto a descansar. Antes de cerrar los ojos, le contó a su mujer que al día siguiente le habían invitado a beber y fumar en la casa de un tal Amado Guzmán, quien quería felicitarle por su trabajo por la paz y ofrecerle algo a cambio. “No lo sé, dicen que es un hombre con mucho poder. A lo mejor y me quiere ofrecer algún tipo de trabajo. Dicen por allí que nadie nunca le niega una cita a Amado Guzmán”, le dijo antes de dormir.

Lo que pocos sabían era que aquella tarde, con permiso de la presidencia, se paseó por la Penitenciaría Central un hombre con un parche en el ojo derecho. Buscaba asegurarse de que el fusilamiento se llevara a cabo y sin inconvenientes. 

(Continuará…)

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