Otra vez adiós imagen

Si sos una mamá que sabe de despedidas, te encontrarás en este texto. Si sos un hijo o hija que se va, sabrás algo de lo que queda en el corazón de tu madre cada vez que te vas.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Dejame contarte cómo va esto de las despedidas repetidas. Se trata de una coreografía rutinaria que sucede intermitentemente en la puerta de algún aeropuerto. Empieza en el carro, con una conversación casual sobre cualquier cosa que no sea ese momento. Te hacés la fuerte. Tanto, que parecés un temple que ubica en una gaveta cotidiana el rito de decirle adiós, como a cualquier acto rutinario.

Casi siempre sos vos quién se queda. Se abrazan. Lo abrazás sin ganas de soltar. Un segundo más para escuchar el rock and roll de su corazón. Otro segundo para aspirar su aroma. Y otro… Para tocarle el cabello, la nuca. 

En silencio, para que nadie oiga, repetís el Dios te guarde. Es un conjuro de protección simbólica. Un arrebato desaforado al que le espantás con mano invisible cualquier drama innecesario.

Cuidate mucho. Avisá al llegar. ¿Llevás todo? Te veo pronto. Muy pronto.

Y es cierto. Aunque no deja de irse, no dejás de buscarlo. Tres meses, tal vez un poco más. Pronto, muy pronto.

Pero no es simple. A pesar de saber que el mundo es chico porque la tecnología es grande, a pesar de adivinar que algún día volverá para quedarse porque la tierra de uno es la tierra de uno y aquí está tu ombligo enterrado como raíz omnipotente, a pesar de que está al alcance de un boleto, despedir al hijo no es asunto ligero. 




Es una despedida trompuda. Ya es un hombre, pero para ti nunca deja de llevar algo de aquel niño en el andar o en los gestos. 

Ya no depende de ti en casi nada, pero tú dependés de su risa y de su voz más de lo que él puede imaginar. Y de su felicidad, por supuesto.

Le decís adiós y le repetís tu amor. En este rito recurrente dejás tirados trozos de tu condición de mamá. Los recogés del piso para colocarlos con cuidado de nuevo en sus agujeros. Te sacudís el polvo de la emoción y caminás, aparentemente despreocupada, a lo que queda del día.

Después, cuando estás sola, en la intimidad de tu noche, sos consciente de que nada pone a prueba tu vulnerabilidad como lo hace un adiós y otro adiós y otro adiós, a tu hijo.

Las despedidas entre madres e hijos contienen una fuerte carga emotiva. La edad que tenga el hijo, a la larga, deja de ser relevante. Es cierto que entre más joven o pequeño, las implicaciones son más complejas. La angustia de la madre es más intensa, la incertidumbre del hijo también.

Sin embargo, conforme el tiempo pasa, los jóvenes tienden a acostumbrarse. Van y vienen por el mundo, por la vida, haciendo planes, aprendiendo a sobrevivir por sus propios medios. En ese afán descubren las ventanas y los eclipses de la independencia, se hacen responsable de sus actos, aprenden que la libertad tiene un precio.

Las madres -también los padres- son quienes se quedan. A la expectativa, pendientes de que todo marche bien, siempre a la espera de una llamada, un mensaje de texto, una señal de humo.

La búsqueda de oportunidades y de educación en el extranjero es cada vez más común. El siglo XXI llegó con más puertas abiertas en este sentido, es parte del fenómeno de la globalización. Y hablando claro, es un componente importante del crecimiento personal de los jóvenes y de progreso para la humanidad.

No es un asunto que deba preocupar ni alterar el mapa emocional de nadie, pero las madres tenemos un mapa proclive a descolocarse. También tenemos la capacidad de colocarlo de vuelta en su sitio. Después de todo, no perdemos de vista que el objetivo central del desprendimiento de los hijos es su crecimiento, su futuro. Y al final del camino, su felicidad y realización.




Los activos más valiosos que podemos dejar a los hijos son su educación y la capacidad de creer en ellos mismos. Si esto implica decir adiós una y otra vez, pues que así sea.

 

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