¿Nunca pierden? imagen

La vendedora es una contradicción. Lleva juventud en el cuerpo y el cansancio de una vida de trabajo demasiada larga. Navidad es temporada alta, pero en el mercado sucede lo imposible.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Llevas tu cría a cuestas, mamá koala hija del altiplano. Tu trenza, gracia raquítica, es juguete del niño moreno con ojos que brillan asomando desde tu espalda. Te rodean tus otros cachorros: dos niñas, un niño más, acaso dos. Juegan con la mercancía que vendes, madre de huipil gastado. Musgo, gallos, barba gris, collares de manzanilla del color del sol. Ranchitos. Tu edad indefinida no puedo adivinar. Madre de pequeñitos, amamantas. Tus dientes incompletos, boca de abuela. La mirada cansada de mujer mayor. Gastada por parir y trabajar sin tregua.

Tu voz encuentra entusiasmo en algún lugar invisible y vendes la mercancía como la mejor que encontraré en el mercado. Pero me convence más tu bebé koala en perraje rojo, tu trenza triste, el cansancio de tu mirada. Las vocecitas de tus niños. Quisiera armar un continente de nacimientos para comprar todo lo que ofreces. Pero el mío es pequeño. Aun así me excedo. Largos collares de manzanilla, varias medidas de musgo, barbita gris. ¿Dónde la pondré?

Pocos quetzales cada medida. Dime mamá de cachorros ¿Cuánta leche podrás comprar para ellos? ¿será que compras leche? ¿Podrán tú y tu familia desayunar huevos con chirmol? ¿O comerán sólo tortillas? ¿Te alcanza el dinero que ganas en estas interminables horas de vender y competir y convencer para darles algún milagro en Navidad? Las dudas quedan en mi garganta sin respuesta. No me atrevo a preguntar. No quiero saber.

Llega otra compradora. Quiere mucho musgo -dice- y te pide un descuento. Regatea la mujer con voz de impaciencia. Incrédula, volteo a verla. Mala suerte la mía, mis ojos a veces hablan de más. Me asombra pero no me extraña.

«Nunca pierden» me susurra la compradora. ¿No ve el pesado universo que te rodea? ¿Las bocas que comerán, o no? ¿La mano pequeña que juega con los hilos de tu cabello? ¿No siente el olor a leña? ¿Cuánto cuesta una tarea de esa madera que te da calor y cocina tu frijol?

«Nunca pierden» dijo. «Nacieron perdiendo» respondo, pero nadie escucha.

El episodio narrado en los párrafos anteriores sucedió hace algunos años en un mercado temporal de la ciudad. Cada elemento descrito fue real. Pero vuelve a suceder una y otra vez, es una estampa cotidiana de nuestros mercados. La cultura del regateo existe desde que tengo memoria y jamás me ha hecho sentido. De hecho, choca contra la realidad de quienes venden, contra el entorno del mismo mercado. Una constante, el estira y encoje del precio forma parte de la economía de subsistencia en la que la mayoría de la población del país sobrevive.

Aunque parezca sueño, me encantaría que ese rito que empuja al límite los márgenes de los comerciantes en el mercado desaparezca, que nuestros hábitos de compra sucedan con una conducta empática, dentro de un ambiente más consciente. La ley de oferta y demanda subyace en este tipo de actividad mercantil. Hileras larguísimas de comercio ofreciendo lo mismo, a pocos pasos de distancia, facilitan las condiciones del comprador, otorgan poder a la hora de negociar. 

El crecimiento económico de los pequeños comerciantes es casi imposible en este contexto. Se comen el margen con tal de producir un poco para darle vuelta al dinero. La falta de educación lo facilita. Muchos elementos de costo no son tomados en cuenta y a la postre, si hiciéramos un análisis estadístico-analítico, en muchos casos el crecimiento sería negativo.

Nuestra cultura lo facilita.

Después de todo, el subdesarrollo, ese ente de muchos tentáculos, alcanza todos los ambientes de la vida diaria en nuestro país. De nuevo lo escribo: nuestra cultura lo facilita.

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