Nosotros, los de en medio imagen

Desde finales del siglo XX dimos a luz a nativos digitales; nacieron un escalón arriba, en la pendiente evolutiva. En cambio, nuestros padres no terminan de entenderse con la tecnología.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Los protagonistas centrales en el drama de la conectividad son los nativos digitales. Nuestros hijos, para llamarles por lo que son. Chicas y chicos que nacieron -y aún nacen- en tiempos de internet, apps, redes y memes.

Mientras estábamos en temporada de reproducción, en el ocaso del siglo XX y la alborada del XXI, la tecnología dio un salto cuántico. Ahí estábamos los padres jóvenes, ingenuos e ignorantes de que nuestros vástagos llegaban a este mundo un escalón arriba en la pendiente evolutiva.

Engendramos otra especie, si se entiende la metáfora.




Gritábamos en salas de parto con tobillos atados a estribos mientras allá afuera, en el mundo plácido, sucedían conversaciones sobre el misterio de un asunto llamado www. Todas las manos se ocuparon con teléfonos mágicos, portátiles, inalámbricos. 

Ese mundo que recién cerraba la puerta al ayer e inventaba una nueva forma de vida, fue el que recibió a nuestras inocentes palomitas.

Que traen un chip, decimos. Por supuesto que no. Pero como nos sucedió a la generación “X” cuando llegamos a la vida con la televisión como constante, ellos dan sus primeros pasos viendo, oliendo, escuchando y respirando todo lo digital. Los abuelos decían que conocíamos las funciones del televisor, del cable y el VHS, desde el momento de nacer. Del Walkman también. Pues no, tampoco. Simplemente abríamos nuestros pequeños ojos cuando papá jugaba con un control remoto. Es lo mismo. La escala mucho mayor.



Generación X 

El galope tecnológico ha influido, transformado, desordenado y reinventado las reglas de todos los juegos. La comunicación viaja en ondas invisibles, en tiempo real y a todo color. 

Es asunto del mundo oscuro, diría alguna bisabuela.



Baby boomers, cuando eran niños.

Ya no existen rituales que, aunque obsoletos, no dejan de ser hermosos. Se esfumaron las tarjetas navideñas que viajaban en un sistema de correo hecho, derecho y poderoso. También las cartas de amor. Los libros de cocina, las suscripciones a revistas que los baby boomers guardaban detrás del inodoro para satisfacer dos necesidades al mismo tiempo, los telegramas. Las cámaras análogas implicaban dulce espera, pues el resultado escondido en un rollo no podía verse de inmediato. Se sometían al rito de revelado. Industria que como muchas, dejó de ser.

Nada de malo con la evolución, si muchos llevamos Darwin como tercer apellido. Asusta el cambio en las relaciones interpersonales. Ahora podrían llamarse interdigitales. Largas declaraciones de amor aterrizan en el celular de las chicas y también de los chicos, en formato whatsapp. Para citar un ejemplo. 

Cientos de mensajes flotan invisibles en el campo energético que permite su locomoción. En tiempo real, de forma masiva, se transmiten sucesos alrededor de todo el planeta. 

Una chica conoce a un famoso grupo musical del otro lado del océano, e instantáneamente dispara ametralladoras de selfis con los músicos para que en la noche de otro país sus amigas se enteren. Pronto, con sonido, imágenes y escándalo.

No pueden estar sin conexión. Nada los enloquece más que el aislamiento de la atmósfera tecnológica.




Poderes de antaño se han perdido en esta avalancha. Desde encierros causados por brotes de acné, disfrazados con un permiso no obtenido, hasta memorias descomunales que almacenaban conocimiento. Al poseer ventajosa información, se sabían necesitados. ¿Quién era la zarina durante la Revolución Rusa? Antes se acudía a bibliotecas, a algún compañero de memoria grande, a enciclopedias. Esos trenes de libros que contenían el misterio de la humanidad dejaron de imprimirse. Requería de esfuerzo descubrir asuntos interesantes. Ahora, la zarina vive en un teléfono inteligente y la visita a sus aposentos se realiza en 10 segundos.

Los baby boomers, abuelos de nativos digitales, en su gran mayoría, aún le temen a esta nueva manera de llevar la vida. Tienen celular, pero el iPad no llena una necesidad. No les gusta usar Waze porque conocen su ciudad. Deezer es un concepto que los apabulla. Están cómodos rozando la otra orilla, sin caer en el remolino de sus aguas.

Hace meses, un joven nacido a finales de los 90, al ver a su mamá y tías en un arranque de selfis desaforado, soltó una carcajada y dijo: “Son tan millennials y tan viejas. Ubíquense”.

Sucede que nosotros, los de en medio, hijos de quienes no ven lo bueno de la tecnología y padres de quienes no ven lo malo, no dejamos de experimentar, preguntar, cometer errores y descubrir maravillas a diario.

Fuimos niños que jugábamos “chiviricuarta” en la cuadra con los vecinos, y hoy somos adultos que hacemos crucigramas en aplicaciones.

Hace 25 años, la receta del mejor pastel de almendra en toda la comarca era posesión sagrada. Instrumento para ejercer el poder del que se valían algunas cocineras para detener el mundo. “Es reliquia de familia”, decíamos. “Si me abuela se entera, me mata”. “Si te la doy, tendría que matarte”. Me incluyo en ese clan culinario de brujas. 

No imaginamos, jamás, que la democracia alcanzaría las cumbres de la mejor cocina porque, hoy por hoy, las recetas están al alcance de un clic, gratis, ilustradas, con videos paso a paso y multiplicadas en miles de versiones. El cuaderno de la abuela con el truco hechicero de 73 paletazos y medio, al atardecer, enfrente de la ventana, en tiempos de luna creciente, sin ver la masa para que no se corte, hoy es leyenda. Y chiste.

Somos los de en medio. Estamos felices buscando nostalgias en YouTube, en Pinterest, chateando el día entero con quien está lejos y quien está cerca también. Abandonamos gran parte de las conversaciones telefónicas porque no tienen emoticones. Abrimos cuentas en redes sociales y los nativos digitales protestaron porque invadimos sus espacios. 

Con cierta dificultad aprendimos el concepto de las Stories, y no dejamos de relatar lo que nuestras mascotas hacen.

La paradoja es que hubo un tiempo en el que conocimos las delicias de la privacidad, podíamos desaparecer durante temporadas, gastar las vacaciones sin saber qué hacían nuestros compañeros de clase. Para ver gente, acudíamos a espacios físicos. La discreción era importante y fácil de ejercer. La fotografía, un lujo. No existía el síndrome de ansiedad por hiperconectividad 24/7. Sabíamos invertir largas horas dentro de más largos libros, en interrupciones de pitos o ringtones.

Los de en medio vivimos tesoros que nuestros descendientes conocerán en museos. Los de en medio todavía ventilamos lo serio en conversaciones presenciales, aprendemos en ambientes presenciales, nos enamoramos y peleamos en dinámicas presenciales. Defender estos modos se ha vuelto difícil.

El secreto es el balance, pero a veces nos caemos.

 

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