¿Me llevas con mi mamá? imagen

El Cementerio General de Guatemala es el lugar donde un par de pícaros raptan niños perdidos. Encuentran a Adela quien les pide que la lleven con su mamá.

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Los primeros de noviembre son caóticos, siempre, en los distintos cementerios de la república de Guatemala. Las necrópolis tienen tanto movimiento que paralizan muchas de las vías creando, en medio del asueto, caos vehicular. A la par, flores, altares, rezos, fiambres, dulces y hasta barriletes, conforman un enorme imaginario cultural que hermanan de distintas maneras, por algunas horas, a los chapines. La mayoría, aunque habrá quienes no tengan a quién rememorar, se concentran en honrar la memoria de sus muertos a través de las tradiciones que unen a la familia año tras año.

El Cementerio General, ubicado al final de la 20 calle de la zona 3, ha convocado desde su erección en 1881, a decenas de familias que van a rendir tributo a sus muertos. Algunos, acongojados, sin encontrar consuelo a su pérdida. Otros, evocando con nostalgia, alegría y amor, el recuerdo de sus seres queridos: abuelos, padres, esposos, hijos, parientes y amigos. Ritual que, con los años, va cambiando el rostro de los mausoleos más antiguos que van quedándose abandonados por la extinción de la memoria familiar. Esta es la verdadera muerte, cuando ya nadie te recuerda. Comentario que, finalmente, es harina de otro costal. 




La 20 calle finaliza es una imponente arcada que se trasforma en un bulevar por el que desfilan vivos y muertos. Estos últimos, a un destino final. Ser enterrado el primero de noviembre significa hacer el recorrido en hombros, rodeados de flores, dolientes y un gentío que pasa buena parte del día en la ciudad de los muertos; cada uno en lo suyo. La solemnidad, las peculiaridades, están garantizadas. No hay una receta de cómo sobrellevar la muerte de sus allegados. Esto dependerá del nivel de relaciones, exitosas o no, con las que se cerró el ciclo. Pensamiento que, también, pertenece a otra historia.

Sentada, sola, vestida de blanco, Adela lloraba desconsolada en la banqueta de la amplia avenida de ingreso. Tal y como la habían entrenado, si se perdía, tenía que permanecer en el último lugar donde vio por última vez a sus padres. Y, lo más importante, no hablar con extraños. A pesar de ser una niña muy valiente, la batahola eclipsó sus nervios. El contraste entre los llantos y las risas de la gente terminó llenándola de miedo. Así fue fácil que aquella joven pareja de pícaros viera la oportunidad de engañarla ofreciéndole llevarla con su mamá. No lograron, sin embargo, sacarla del cementerio. La criatura insistió en desandar el camino que habían recorrido con la familia. Quizás la estaban esperando en el mausoleo en el que le llevaron flores a la abuela. De mala gana, para ver si la alejaban un poco del gentío, accedieron.

Llegaron a un mausoleo antiguo, de esos que tienen foso y esculturas de la época de Reyna Barrios. La puerta estaba abierta. La niña corrió y bajó el graderío de la cripta. “La patoja es de pisto” le dijo el varón a la compañera, “nos vamos a forrar”. La pareja dudó unos momentos, pero viendo la oportunidad de someter a la criatura para poder sacarla del cementerio, la siguieron. Adentro no había nadie. Una lápida ricamente adornada con flores frescas, y varias veladoras titilantes, llamó su atención: “Adela 1990-1998; una promesa que no llegó a florecer – de tus padres que siempre te adorarán”. La puerta del recinto se cerró de golpe y la luz de las velas cesó por completo. Sus cuerpos fueron encontrados desecados como pasas, en horrible mueca de terror, un año después, el primero de noviembre. 

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