Madre que te quiero madre… somos como manadas de elefantes imagen

Somos mujeres elefante, una manada guiada por madres y tías. Nuestra dinámica familiar es eficiente y natural, como la de los elefantes en entorno salvaje. Lo nuestro es un matriarcado.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

 Por las calles de Guatemala encuentras madres en cada acera, en las esquinas, dentro de tiendas, en los puestos de comida o detrás de los fogones. Las ves vestidas de enfermeras en hospitales, de meseras en restaurantes, dando clases en las escuelas, peinando en salones de belleza, limpiando casas. 

Mujeres que trabajamos, eso somos la gran mayoría de madres guatemaltecas.

Nuestro país es un planeta de mamás. No sé si es por mi experiencia, pero la figura materna ha sido la constante en casi todos los núcleos familiares que conozco. Somos además, como buen país tercermundista, un sitio de madres solteras. Las razones son diversas: muerte, separación por violencia, separación porque sí…abandono y más abandono. A veces, incluso desde antes de que los niños nazcan.




Al aprender respecto a cómo los elefantes conviven y mueren, la comparación con las madres guatemaltecas es irremediable.

En esta especie, crías y adultos siguen a la matriarca de la manada. Es quien tiene la sabiduría. Sabe dónde encontrar alimento. Conduce a los suyos a  los sitios seguros. Su instinto milenario la aleja del peligro. 




En el misterioso ciclo de la naturaleza, la información vital pasa de generación en generación. Como nuestras recetas y remedios, como nuestros secretos.

Conozco mujeres que con uñas y dientes han luchado por espacios o educación o alimento para sus hijos. Los llevan de un sitio a otro en busca de refugio o de oportunidades. Tarea titánica  en este país, salvaje como una selva.




Las elefantas entienden la muerte. El duelo lo llevan simple, limpio. El dolor por la pérdida de alguien de su manada es un proceso con principio y fin. Un ritual ineludible. Reverencian a sus muertos, los lloran sin recato y no olvidan a quien se fue. Regresan al sitio en donde lo vieron morir. Acarician el esqueleto con su trompa, solemnemente. Toman algún hueso, lo mueven para adelante y para atrás, como quien acuna a un bebé. Luego se retiran en paz para continuar su ruta. La manada en la que nací sabe tanto de muertes. Las matriarcas marcan el compás del duelo. Nos recuerdan que no todo quedó en el cementerio, que el camino sigue. 

Algunas todavía acariciamos esqueletos. No todo es perfecto.

En cualquier cementerio de Guatemala es común encontrar a mujeres visitando hijos, esposos o padres. Somos las encargadas de mantener vivos a nuestros muertos, una madre que vio a un hijo partir no lo deja ir jamás.




Somos la memoria familiar de nuestra particular cultura. En eso también parecemos elefantes. 

Ellas reconocen la llamada de un antiguo compañero, incluso después de muchos años. La memoria de las hembras elefante mejora con la edad. Necesita guardar datos para que su manada sobreviva. Las mujeres matriarcas también guardan bagajes de recuerdos y convicciones, la transmiten de generación en generación. 

Las elefantas no olvidan quien han sido, aunque las pongan en cautiverio, aunque las lastimen, aunque cambien de entorno, aunque hayan sufrido. Como ellas, las mujeres de Guatemala guardamos asuntos inolvidables.

Tengo en la memoria imágenes de mis abuelas cantando a sus hijos y nietos. El otro día vi en el mercado a una vendedora tararear un pequeño canto a su bebé .Yo misma canté a mis hijos para arrullarlos, para sacudir sus miedos o simplemente, para que se sintieran amados.

Las elefantas cantan para aparearse, es necesidad biológica. Las mujeres cantamos por amor, de tristeza, para recordar, para celebrar nuestra maternidad. Mi manada es un grupo de mujeres que alza su voz para honrar la unión.

A pesar de mis años, no he encontrado mejor cobijo que la presencia de mi madre, sé que mis hijos también han sentido su lugar seguro cerca de mí. Basta con observar  madres con pequeños para entenderlo, muchos se resguardan tras la falda de su progenitora.

Cuando una cría de elefante necesita sentirse a salvo, pone su trompa dentro de la boca de su madre. Si algún miembro de la manada necesita apoyo, sus compañeras lo acarician con la trompa, pegan sus cuerpos, emiten sonidos solidarios. Se hacen presentes. Las madres de mi país nos abrazamos. También nos pegamos empujones y trompeteamos sonidos para llamar al orden. Después del relajo, volvemos al abrazo.




Somos como elefantes en la tarea de preservar la especie. Cuando alguna elefanta da a luz, las demás la rodean y celebran un ritual de movimientos y sonidos. Acompañan a la madre durante el alumbramiento, atentas a que la naturaleza realice lo suyo. Pienso en mi abuela, en su presencia durante los alumbramientos. Fue protagonista del primer baño de cada nieto, también bañó por primera vez a cada bisnieto. Ellas y nosotras, especies con ritos de milenario recorrido.

Vuelvo a mi niñez. Como elefantita confiaba en mi matriarca, su sabiduría nos mantenía a salvo. Trazaba los límites, decidía a dónde y cómo y cuándo. Dictaba qué sí y qué no. De manera misteriosa transmitió su conocimiento, cual mamá elefante. Cada quien la procesó como pudo. Nuestros modos matriarcales no son idénticos, pero todas lanzamos la llamada de alerta, mordemos si es necesario, para proteger a nuestras crías.

Honro a la madre guatemalteca y a la madre naturaleza. En su inmensa sabiduría, guía a humanos y animales por el ciclo vital de engendrar, alimentar, cuidar y acompañar a sus crías.

 




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