La efímera satisfacción de una panza llena imagen

No tienes que ser Buda para saber cuánta comida es suficiente, basta con escuchar tu cuerpo y sus señales de hambre y saciedad.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Mi obsesión de llevar las cuentas de todo me hizo ver que ya voy por el décimo mes del proceso de salud que comencé el año pasado y con el cual escribo estas columnas para reflexionar un poco sobre el asunto. Como si nada se pasó el tiempo y siento que aún estoy empezando a adentrarme en el intuitive eating. Lo digo porque aún me sigue costando identificar mis señales de saciedad. Por el momento, diría mi nutricionista, ya me acostumbré a identificar el hambre, y dilucidar cuándo es emocional y cuándo es fisiológica. Pero no logro avanzar con la saciedad.

El asunto es así: la escala de señales va desde hambre infinita hasta saciedad infinita. Infinitas porque a veces uno se está cagando del hambre y otras veces está apunto de vomitar de tanto que comió. Y en el punto medio está el Nirvana de la comida, un momento exacto y preciso en el que hay satisfacción. Tan efímero a veces y tan escurridizo las otras, siempre me paso de largo o me quedo atrás. A veces porque no hay tiempo para sentarse a pensar cada bocado. Otras porque estoy distraído viendo el teléfono. Y la mayoría, porque me dejo llevar por el enojo y la ira y el cansancio y el estrés.

La clave pareciera estar, porque ningún método es perfecto, en la culpa que siento al comer. A veces estoy metiéndome algo a la boca y pienso de inmediato que son carbohidratos, que hay grasa, mucha azúcar, las libras, el peso, los pantalones apretados, la panza, las estrías, el cuerpo de verano y en todo lo malo que puedo asociar a comer una pasta por ejemplo. Y esa culpa cae como lápida siempre que estoy comiendo. Pienso en todas las veces que alguien dijo que comer eso no es bueno, que hace mal, que mejor solo ensalada. Como si nada dejo de disfrutar la comida, y trato de disimularlo pero en el fondo cada vez que trago me siento mal, me hago sentirme mal.

Entonces tengo que comenzar por quitarme la culpa. Aprender a que siempre, todo el tiempo, alguien va a criticar tu comida y la manera en la que comes. Me han servido experimentos como comer de mitad en mitad cada plato, en especial cuando me sirven sin darme chance a medir mi hambre. Otra cosa ha sido reducir las cantidades en restaurantes y así. Por ejemplo, en vez de gastarme un dineral en poporopos grandes y una Coca-Cola en el cine, contrabandeo un pachón y compro un helado o unos poporopos pequeños, pensando en que si quiero más, puedo ir a comprar más.

“Los expertos en el tema son los jueces de cocina. Un par de bocados a penas porque saben que entre más coman, menos percepción tienen de los sabores. La saciedad es esa pérdida del sabor a la comida”.

Ese punto medio de satisfacción llega de vez en cuando. Yo sé que todos sabemos dónde queda ese punto, lo saben porque es ese momento en que uno puede levantarse de la mesa y salir caminando sin sentirse incómodo, cansado, sino listo para seguir echando punta. El problema es que seguimos comiendo, no sé por qué. Sigo comiendo sin saber por qué, quizá por no desperdiciar la comida, por no ofender a quien cocinó, por distraído, por falta de tiempo o por enojo con mi cuerpo.

En cualquier caso, sigo en el asunto. No sé cuánto he mejorado, pero al menos puedo darme el lujo de, ocasionalmente, decir que ya no tengo tanta bronca con la comida. Todos comemos, a huevos, pero no pensamos ni sentimos el ritual. Eso nos hace falta, relacionarnos con la comida de una manera sana, sin que tanto prejuicio sobre el cuerpo nos joda el apetito y las ganas de comernos aquello que tanto nos gusta.

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