La señora de las pascuas imagen

Esta historia comienza hace algunos años en una noche helada de diciembre. El frío, aunado a una tenebrosa neblina, se…

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Esta historia comienza hace algunos años en una noche helada de diciembre. El frío, aunado a una tenebrosa neblina, se había apoderado de la meseta central de Guatemala. Prácticamente no se podía ver nada con claridad a dos metros de distancia. Apenas, algunas contadas siluetas indefinidas, moviéndose con cautela para no tropezar con algún obstáculo, rumbo a sus viviendas. Las luces navideñas, que todavía no se ofrecían en la intensa versión led del presente, titilaban opacadas en algún que otro balcón. El resto era silencio. Era temprano, pero por el frío y la oscuridad muchos antigüeños ya se habían retirado a sus habitaciones para ver televisión bien emponchados.

Santiago enchamarrado en su sala de estar, frente a la televisión, divagaba contando los días que hacían falta para el fin de la quincena. Si bien la alacena y la refrigeradora tenían lo suficiente para alimentarlo a él y a su esposa hasta el anhelado plazo, el sencillo para cosas como la compra de tortillas ya se había esfumado hacía un par de días. No había ya ni para los cigarrillos; “Mejor”, pensó, “Quizás así dejo el vicio de una vez por todas”. Ahí estaba otra vez. Hipnotizado frente a la pantalla, pensando en nada y en todo, viendo y no viendo, cuando el timbre lo sacó de la ensoñación.



Extrañado, un poco de mal humor por la molestia, se abrigó y fue a la puerta a la que se accedía por un amplio jardín. Abrió la ventanita del portón y se topó de frente con unos ojos apagados por la edad. Duros, por el camino recorrido y, al mismo tiempo, ansiosos y desesperados. Era una anciana vendiendo plantas. “Joven”, le dijo en una anhelante y ahogada voz por el asma, “por favor ¿Me puede comprar una pascua? De verdad necesito vender…” Santiago la interrumpió con apenado acento “lo siento abuelita, de verdad no tengo ni un centavo” y cerró la ventanita. Se dirigió al interior de la vivienda y el impulso lo hizo regresar a la puerta la cual abrió. Con el corazón partido vio a la encorvada mujer empujando penosamente una carretilla de albañilería, con tres maltrechas macetas. El impulso le hizo hablar “¿Cuánto cuestan?” Ella esperanzada le dijo que “quince quetzales”. Con pena, pero con sinceridad, le indicó que regresara en la quincena y que le compraría dos.

Con la expectación que el vecino le comprara por lo menos una, se agazapó tras la puerta para escuchar. Pero de la vecindad solo salieron palabras duras y rudas de humillación hacia la pobre mujer. Desanimado, cabizbajo y muerto de frío se encaminó al interior de su casa cuando en la grama vio una moneda de quetzal. La recogió y se la guardó en el bolsillo en donde se topó, para su sorpresa, con otro par de monedas. “Tres”, se dijo. Pensativo se dirigió a la sala y empezó a meter, con cierto frenesí, las manos en las ranuras de los sofás en busca de cambios olvidados y en efecto, encontró otros dos quetzales en fichas y un billete de a cinco, hecho un molote. Mientras tanto, desde la cocina su mujer lo observaba. “Hombre de Dios ¿Se puede saber qué estás haciendo?” Él regresó a la realidad. “Amor ¿tenés cinco quetzales, son para una pobre anciana que anda vendiendo pascuas a esta hora?” La mujer, conociendo el corazón de su marido fue a la gaveta de los limpiadores y contando calderillas de diez centavos, veinticinco y cincuenta ajustó lo que hacía falta.

Santiago se puso la chumpa, una gorra, la bufanda, tomó una linterna y se lanzó tras los pasos de la anciana, pero no la encontró, las calles estaban desiertas. Caminó dos cuadras hacia el rumbo que la había visto tomar y luego bordeó la manzana para deshacer el camino en forma paralela a la alameda de su casa. La niebla, cada vez más densa, hacía imposible la visibilidad. En su búsqueda, pasó por la estación de policía y preguntó. Le dijeron que había pasado por allí hacía unos minutos, rumbo a la carretera. Apresuró el paso y encontró a la vendedora rumbo a San Miguel Escobar, le esperaba aún un largo trecho.



“Señora”. Ella paró agotada. Él observó con aprensión, el dispensador del asma en la mano de la pobre vieja. “Encontré estos quince quetzales en puro sencillo, espero que no le moleste”. La sonrisa en sus labios fue una tranquilidad.

Ya helado, de regreso en su casa, se acostó a dormir. Esa noche se soñaría sacando gruesas cadenas oxidadas de su casa, en medio de las luces titilantes de radiopatrullas. A la mañana siguiente se encontraría con dos sucesos desconectados el uno del otro. El primero fue el sonado allanamiento y aprensión de su vecino por actos relacionados al lavado de dinero. El segundo fue una llamada de su jefe que le otorgaba un cuantioso bono por su desempeño en una difícil negociación y un ascenso con su respectivo aumento de sueldo. Su suerte había cambiado para siempre. Desde entonces percibió la Navidad como una época llena de misterios y sorpresas.

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