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Enrique se percata que es homosexual llegando a los cuarenta años. Monsanto nos cuenta las repercusiones que esto le trajo a su vida

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LA HERENCIA DE ENRIQUE. Por Guillermo Monsanto

Enrique fue, durante un buen tiempo, el corazón de su familia. Culto como ninguno otro. Empático, ingenioso, único y divertido. Un buen amigo. No hubo reunión en la que él no encabezara la lista de invitados. Las solicitudes de padrinazgo eran tantas que bien pudo haber dado nombre a una buena porción de la “Guatemala del futuro”. Felizmente casado desde los 19 y padre amoroso y abnegado de tres hijos qué, a sus cuarenta primaveras, pasaban por sus hermanos menores. Fuente de consulta constante, Quique, como le dijeron hasta aquel mes de mayo del año 2000, siempre acudió a quien lo llamara. En pocas palabras, era el hombre perfecto que todos querían imitar.

Sin embargo y para sorpresa de todos, en el quinto mes del nuevo milenio le confesó a su esposa e hijos que se había dado cuenta que era gay. Los insultos que escuchó de boca de su prole no se pueden repetir, pero fueron duros, irracionales e inhumanos. Tampoco hubo necesidad de que lo dijera a otras personas, al caer la noche era ya la más abominable crápula del estercolero. Un mentiroso, apóstata y farsante. Intentó, con todos sus recursos, mediar entre su realidad y el resto del universo. Estaba apestado y como tal fue tratado. El divorcio fue rápido y en él perdió todo cuanto había construido a lo largo de su vida. No le importó. Dejó asegurados, según él, de por vida a sus hijos y exesposa. Misma que, enemiga a muerte desde aquella época, en contubernio a sus propios padres y suegros, le cerraron todas las puertas a las que tuvieron alcance. Quizás, de lo que más le costó reponerse, fue que sus patojos cambiaran su apellido paterno por el materno. Dejaron claro que él estaba muerto.

Pobre, lastimado y repudiado, Enrique comenzó, en solitario, su nueva vida. La cruda realidad le ayudó a reinventarse. Una que otra aventura casual, generalmente con turistas de su edad, mucho trabajo y un nuevo proyecto de vida. Como en la ciudad era imposible prosperar porque todos aquellos que un día lo quisieron hoy le daban la espalda, emigró a uno de los pueblos a la orilla del lago de Atitlán y, allí, fundó su nueva empresa. Su casa fue, en un principio, un Airbnb para parejas gay maduras. Tenía claro que la fiesta no le interesaba y así fue refinando el espacio hasta transformarlo en un hotel boutique. Si alguna vez había tenido algo, lo que hizo en aquellos pocos años superó con creces su antiguo patrimonio. Fueron buenos años. Amigos más cosmopolitas que lo acogieron y lo amaron como un hermano más. Ganó, además una pareja estable que lo acompañó el resto de su vida.

Un infarto se lo llevó una tarde mientras se hamaqueaba plácidamente frente al lago. El libro que tenía en las manos, “La cabaña”, cayó al suelo. Aunque no esperaba la muerte, ordenado como fue, lo dejó todo preparado para que no hubiera ningún tipo de problemas entre su exfamilia y su pareja. Al mes de muerto aparecieron sus hijos, ya empobrecidos después de gastar todo lo que no habían trabajado, acompañados por un abogado para reclamar “su herencia”. Iban decididos a tomar posesión de lo que les pertenecía por derecho. Para su sorpresa se encontraron con que allí no había nada para ellos. Y más adelante, mientras gastaban sus últimos recursos en abogados, también descubrieron que tampoco había nada en los bancos a lo que pudieran hincar el diente. Enrique había blindado sus recursos en beneficio de quienes sí lo habían amado.

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