Historias de Pueblo: El teléfono del viento (y de los muertos) Parte 2 imagen

Tras el desastre que socavó la ciudad de Otsuchi, en 2011, una cabina telefónica construida por un sobreviviente promete a los curiosos conectarse con las víctimas. Akemi lo intentará (Parte 2).

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

ESTE RELATO ES LA NOVENA HISTORIA DE LA SAGA “HISTORIAS DE PUEBLO”, CONTADAS POR ALFONSO R. CEIBAL E INMORTALIZADAS POR LA PLUMA DE JUAN DIEGO GODOY (con la excepción de que esta historia no sucedió en Guatemala).

Los dedos de Akemi Fujioka tocaron el helado metal de la manija que abría la puerta de vidrio de la cabina de Itaru Sasaki. No había terminado de poner un pie en ella cuando sintió una paz inexplicable. Respiró profundo una y varias veces, mientras su mirada se perdía en el blanco celestial de la cabina y en el paisaje calmado que proyectaba el cerro que, años antes, había visto cómo esa misma naturaleza era arrasada con toda la fuerza del océano. 

Una vela adornaba la esquina izquierda del pequeño “escritorio” que estaba frente a él. Al lado de la vela apagada había un cuaderno y una pluma negra. Los visitantes apuntaban allí cualquier mensaje que quisieran transmitirle a sus seres queridos. Se acercó a paso torpe y tocó la vela. Luego tomó la pluma y tardó unos minutos en lograr que la tinta tocase el papel del cuadernillo; estaba temblando, pero estaba en paz. Sentía cómo su espíritu se elevaba de un cuerpo que, frágil y claramente material, no podía contener toda la euforia inmaterial que contenía. 

La primera línea la dedicó a sus hermanas. Escribió poco. Escribió escueto. Escribió lo básico, pero el sentimiento era lo que importaba. Había llevado hasta allí y eso era ya todo un logro. Con su madre derramó la primera lágrima, que había tardado bastante en asomarse. Otro mensaje breve y al grano. Respiró profundamente al ver el cuadernillo y, de manera inexplicable, sintió una extrema curiosidad por mirar qué otros mensajes habían escritos allí. Si era correcto o no, era algo que resolvería luego. La respuesta a la pregunta sobre qué habrían escrito los sobrevivientes a sus familiares era muy poderosa como para posponerla con un debate ético. 

Comenzó a leer y la pequeña brisa que se colaba por los cristales lo llevó a una de las páginas del centro del cuadernillo. Su pulgar se fijó en una línea al final de la página derecha:

Akemi, mamá y Den están esperándote. Me han pedido que te lo diga. ¿Vienes? Yo también quisiera verte. 
-Dai

Casi tropieza. Releyó el mensaje varias veces. La tinta no estaba fresca y, considerando la cantidad de mensajes y páginas que le seguían a aquel, este llevaba ya varios meses allí. La paz lo abandonó por un momento. Se sintió culpable por no haber acudido a la cabina cuanto antes. El miedo lo había detenido y ahora no sabía si sería muy tarde. ¿Lo seguirían esperando? ¿Querrían verlo todavía? Luego se planteó las preguntas más humanas. ¿Cómo habían escrito ellas ahí? ¿Por qué había escrito y firmado su hermana, Dai, que era ciega? ¿Se trataba esto de una broma de mal gusto? De ser así, ¿quién pudo haber planeado que el mensaje estuviese escrito en aquella página tan escondida?

Se sentó a llorar desconsolado. Vio a través de los cristales y se dio cuenta de que estaba solo. No sabía cuánto tiempo había pasado. Hacía frío dentro de la cabina y comenzaba a oscurecer. Miró hacia el escritorio y su mirada se fijó en el teléfono antiguo, sin señal ni conexión, que yacía allí. Pensó que había sido muy tonto por no tomarlo todavía, puesto que ese era el sentido principal de entrar a la cabina. Se paró frente al teléfono y lo tomó. ¿Qué número marcaba? 

No hizo falta responder aquella pregunta. En cuanto puso el aparato en su oreja, comenzó a escuchar y con lo que escuchaba, comenzó a llorar y quebrarse en mil pedazos. Era la voz de su hermana Dai. Le decía exactamente lo mismo que había leído. Pero él no podía responderle. “¿Vienes? ¿Vienes, Akemi? ¿Vienes?” Su hermana estaba insistiendo. Él no podía formular una sola palabra. Quería decir que sí. “¿Vienes? ¿Vienes, Akemi? ¿Vienes?”  Titubeó. “¿Vienes? ¿Vienes, Akemi? ¿Vienes?” Asintió. “¿Vienes? ¿Vienes, Akemi? ¿Vienes?”. Y entonces, finalmente, logró pronunciar un “sí”. 

Eso bastó. Un frío extraño lo envolvió. Soltó el teléfono, cerró los ojos, sintió paz y, siguiendo los pasos de Dai, salió de la cabina y fue. 

A la mañana siguiente, los noticieros reportaban que el cuerpo de un hombre joven había sido encontrado sin vida en el cerro de la cabina del viento. Lo más interesante fue lo que reportó el senderista que lo encontró: Estaba descalzo, desnudo y empapado, como si se hubiese sumergido en el mar.

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