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En 2104 eran 721,282 hogares a cargo de madres solteras. Ella es una de las jefas de hogar que vive una situación poco cuestionada, atendida y que pareciera que es de esperarse.

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Tiene cinco hijos. La menor acaba de cumplir 9 años, y ella lleva ocho de cuidar de todos por sí sola. Sale de casa cada día, a las cinco y media de la mañana, pero se pone de pie a las cuatro para preparar el almuerzo y la refacción que alimentarán a sus hijos: unos que se dirigen al trabajo y otros, a la escuela. Todavía encuentra tiempo para dejar la ropa en remojo, lavar los trastos de la noche anterior y hasta para arreglarse. Su madre le dijo que había que saludar a la mañana con su mejor cara.

Ella siempre llega temprano. Casi canta al darnos los buenos días y empieza como quien sigue un ritmo secreto, propio, a hacer los quehaceres de mi casa. Me asombra su fuerza, su valentía, su sí a la vida, con todo lo que depare, y su decisión de velar por los suyos: padres, hermanos, hijos, vecinos. Cuida de ellos con su sonrisa y amabilidades; les regala sus oraciones, su trabajo, su tiempo y los pasos que da entre ese salir de y regresar a casa, ¡que son muchos!

Son muchas también las mujeres jefas de hogar como ella. La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida del INE, de 2014, reporta que de los 3,345,039 hogares registrados en ese entonces, 721,282 estaban bajo la responsabilidad de madres solteras. ¿Cuántas seremos ahora?, me pregunto, a sabiendas de que para el primer trimestre de 2019 habíamos 9 millones 932 mil 416 mujeres inscritas en el RENAP… Pienso sobre esta situación vivida por cientos de miles de mujeres guatemaltecas que parece no cuestionarse, que aparentemente es de esperarse y que aumenta a paso agigantado.

Que a estas alturas no teme, ella me comparte. Sus hijos grandes ya terminaron la escuela y la ayudan con los gastos del hogar. Adultos muy jóvenes que desde temprano asumieron una de las responsabilidades de ser padre, sin siquiera haber tenido un hijo. ¿Cómo los encontrará su primer hijo?, me pregunto. En mi mente se dibujan las figuras de hombres y mujeres jóvenes, ya cansados por el peso que llevaron a tuto desde la niñez y la adolescencia.

Ella ya no piensa en ese hombre que un día se fue sin mirar atrás. Padre de sus hijos, lo denomina. No ha sabido de él desde la última llamada que le hizo hace cinco años, suplicándole que le diera el divorcio. Que no se lo daría, le respondió a gritos, porque no le compartiría un solo céntimo del terreno que a él le habían heredado. A los meses, ella se enteró de que ya lo había desmembrado y vendido, por si acaso a ella se le ocurriera la locura de quitarle algo. “Tal vez ahora acepte darle el divorcio”, le digo. “¿Y con qué podré pagarlo?”, me pregunta. El abogado al que recurrió años atrás se quedó con el dinero que le prestaron sus padres para pagar por el divorcio y desapareció sin darle noticia alguna.

La he visto llorar, en ocasiones. Problemas con un hijo, me ha dicho. No es solo una cuestión de dinero para mantener a su familia; también carga con la difícil tarea de ser quien dice no, quien cuestiona y pregunta, con quien rematan los hijos en sus días malos… Tampoco tiene apoyo en este sentido. “Ser padre-madre, duele a veces”, me dice, mientras se limpia las lágrimas e intenta sonreír.

Llega al día siguiente con ojos que de nuevo han recobrado su brillo. Esperó al hijo hasta la madrugada. Pudo platicarle y “Santos en paz”, me dice. La harmonía ha vuelto al hogar y esa calma que llega después de la tormenta es lo que ella llama un momento de felicidad. “¿Acaso se puede ser feliz siempre?”, me pregunta, incrédula. Es que no logra entender esa orden incesante de “sé feliz” que parecen exigirle los mensajes de las redes sociales y que chocan con su experiencia de vida. Yo río, compartiendo su sentir. La sabiduría que no leyó en los libros, porque apenas cursó el 4 grado de la escuela primaria, se la ha dado la propia vida.

Es viernes. La semana llegó a su fin. Me acerco a la puerta para desearle un feliz fin de semana. “Que descanse”, le digo, al despedirnos. Sé que es casi imposible, pues el sábado y domingo pasará comprando lo que necesita para la siguiente semana en el mercado, realizando la limpieza a fondo en su casa, saldando cuentas y dedicándose a los quehaceres propios que el trabajo fuera de casa le impidió hacer en otro momento. Me da las gracias con su melodiosa voz. Va arregladita; su rostro iluminado por la alegría de volver a su hogar.

Sin siquiera sospecharlo, ella, como tantas otras madres solteras, son ejemplo de vida llena de esperanza para muchas otras; heroínas silenciosas que viajan por la vida, dando todo sin pedir nada a cambio. Mientras alzo la mano para decirle adiós, rindo homenaje a esa mujer que me enseña tanto; celebro su decisión diaria de amar sin medida. “Que sean muchos los momentos de felicidad que le regale la vida”, susurro, mientras elevo una oración al cielo para que llegue a su casa, sana y salva.

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