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Monsanto vuelve a rememorar la tragedia nacional del 4 de febrero de 1976.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Con mucho, el terremoto de 1976 es uno de los eventos más importantes de mi vida. Confusión, miedo, el hamaqueo de la tierra, los gritos de la gente, el llanto disperso, el aullido de los perros, la oscuridad. Ruinas por doquier, la incertidumbre del futuro y lo que este nos depararía después de aquel apocalipsis. Nuestro universo se rompió, irremediablemente, aquella ya lejana fecha. La sensación de seguridad, la certeza de que estando en tu casa no puede sucederte absolutamente nada malo, es una utopía que nos acompañará a todos los protagonistas de la calamidad.




En las redes sociales anda circulando un reportaje, de aquellos aciagos días de febrero, que retrata con un realismo cruel lo que vivimos los guatemaltecos esa madrugada del 4 de febrero. La mano de la muerte asoló la República y se robó, a su paso, las vidas que encontró en el camino. Según el documento gráfico, hubo localidades en donde la pérdida fue total. Las imágenes, aunadas al hedor de la muerte, taladrando en la memoria sensorial del tiempo despiertan brutalmente aquellas visiones de indefensión. Veintidós mil almas, oficialmente, representan un universo más grande de orfandad, viudez y dolor inconmensurables. No hay palabras que describan aquel desastre y la infinidad de espectros que magullaron las certidumbres de tantas personas. No había plan “b”, o le hacías ganas o te ibas de Guatemala. No había opción. 



Centenares de historias que hoy ya ni siquiera son un recuerdo matizan el color de esa época. Una, la de aquel hombre que salió de casa pasadas las tres de la mañana para ver por qué cacareaban las gallinas desesperadas y que, minutos después, se trasformó en el único superviviente de su localidad. Otro, el de los ladrones que se robaron el ropero de una casa derruida con la abuela amortajada en su interior. O los vecinos que salvaron la vida porque los muebles antiguos sostuvieron el techo que se desplomó sobre sus cabezas. Grietas, árboles caídos; la carencia de víveres, agua potable, techo, ropa limpia… Nuevas topografías definieron espacios entrañables a la memoria. 




De aquel año hay que rescatar la solidaridad de la gente. La fuerza del guatemalteco para surgir de entre las ruinas y levantar un país que, herido de muerte, supo sanar con entereza sus heridas. El tiempo ha pasado y las nuevas generaciones de chapines no tienen la mínima idea de lo que una catástrofe de estas dimensiones puede determinar en su futuro. El ciclo pareciera estar anunciando que algo se avecina. 

Usted, querido lector… 

¿Estaría preparado para enfrentar el “Armagedón” si este le sale al paso? 




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