El misterio del sastre francés (Parte III) imagen

DuFour ve lo que Babineaux no quería. Un incendio lo consume todo. Bonhomme logrará escribir aquel reportaje, cuya historia ni él mismo pudo imaginar. Así terminará el misterio del sastre francés.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Pierre Bonhomme había logrado su cometido. Sembrar la duda en los aliados suele ser la tarea más difícil, pero DuFour ahora mismo dudaba de todo. El periodista de Le Temps esperó pacientemente, hasta que el joven repartidor de periódicos se comunicara con él para comprobar o botar sus sospechas.

Pero, la siguiente vez que supo de DuFour, no fue como esperaba.

El baile y las novias

Cuando DuFour puso un pie en la comisaría, los guardias cambiaron de color. Eran las seis de la mañana. El chico sangraba y parecía que había visto un fantasma. Sirvió poco el agua que le ofrecieron. El muchacho exigía hablar con el detective del caso Guerín. O con quien fuera que pudiese tomar sus declaraciones antes de que fuera demasiado tarde.

No esperó mucho hasta que se sentó en una sala con el agente Christian Allard.

-¿Estás bien? -preguntó Allard sin éxito.

-Coge papel y pluma…

-El caso Guerín está archivado. Dicen que tienes información, pero primero necesito saber qué te ha sucedido

-Es parte de la información

-¿Has visto a Ria?

-Se podría decir

-¿Dónde?

Silencio. DuFour bebió un largo sorbo de agua. Allard se mojó los labios e intentó mantener la cordura.

-¿Doon…Dónde la has visto, muchacho?

Intercambiaron miradas por unos segundos y entonces el muchacho comenzó a narrar.

No pude dormir anoche. Padezco de insomnio y, como regularmente me veo atrapado entre mi cama y mi cabeza que no me permite desconectarme de mis pensamientos, he creado una rutina a la que llamo “perseguir el sueño”. Salgo a dar una vuelta y otra y otra hasta que estoy lo suficientemente cansado como para regresar y tumbarme en mi habitación por un par de horas. Bien. Pues anoche pasó eso. Pero, el cansancio nunca llegó y, cuando caí en cuenta, había vagado casi toda la madrugada por las calles de París. Estaba ya muy lejos de casa como para ir a ducharme y desayunar algo, así que decidí ir directamente a la estación de reparto y esperar allí para que me dieran el tiraje diario que se supone debo vender y repartir. Cuando iba hacia allá, me desvié hacia la calle en donde queda la sastrería Babineaux. Pensé que si el sastre ya estaba despierto, quizás me daría algo de desayunar como suele hacer. Verá, Babineaux es amigo mío porque todas las mañanas desde hace algunos años yo le entrego su ejemplar de Le Temps y a veces me detengo a charlar un poco con él. Llegué a la sastrería sin la esperanza de que hubiera señales de vida, pero para mi sorpresa la puerta estaba entreabierta y una tenue luz escapada del fondo del local hacia la calle. Tuve un mal presentimiento. Babineaux jamás dejaría abierta la sastrería. Hay descuidos que el mejor sastre de París no se puede permitir. Tiré la puerta con suavidad y entré. Llamé, pero nadie me respondió. Esperé unos minutos y, guiado por mi mal presentimiento, decidí cruzar la puerta que conecta la sastrería con la residencia del sastre. Iba a llamar de nuevo, pero escuché una tenue música de vals que invadía el silencio de la madrugada. La música y el brillo de la luz provenían del mismo lugar. Caminé sigilosamente a través del estrecho pasillo. A mi derecha había una puerta entreabierta que me dejó ver que conducía a un cuarto de baño. A mi izquierda había otra que intuí era la bodega de telas y el estudio del sastre, pues siempre que le visitaba salía de allí con alguna prenda. Al fondo del pasillo había otra puerta abierta y parecía que había un salón vacío. Noté un olor extraño; ese que a veces proyectan las señoras de alta clase que juegan con los perfumes. Solo que este era más potente, como que si aquello que olía así se hubiese perfumado una y otra vez con diversas fragancias hasta llegar al punto de apestar. Comencé a tener miedo cuando pensé que, en realidad, había entrado a una casa sin permiso. Pero, la curiosidad pudo más. El olor se hacía más fuerte. Me detuve en el umbral de la puerta y agudicé el oído: alguien tarareaba y se movía al son de la música de vals. ¿Era Babineaux? No me atreví a entrar. Me incliné y observé al filo de la puerta abierta qué era lo que sucedía. Y allí fue cuando las vi. Ambas. Ria bailaba con el sastre, al son del vals, pero no pude verla de cuerpo completo, solo su cara pálida apoyada en el hombro de Babineaux, que me daba la espalda y nunca se giró. En una silla, pude ver de perfil a Alicia… Alicia Fabre. Ambas lucían unos vestidos blancos de novia impecables y que combinaban a la exactitud con el esmoquin del sastre. Al ver a Alicia y comprender la escena, caí de espaldas y no me detuve para ver si alguno de los tres había notado mi presencia. Corrí como un idiota por el pasillo y tropecé con el mostrador. Allí fue donde me golpeé la cabeza. Me levanté y salté, escuchando unos fuertes pasos a mis espaldas. Salí de la sastrería a toda prisa y una cuadra después volví a tropezar, cayendo con mis rodillas y mis manos contra la piedra de la calle. Y corrí hasta aquí…

Cenizas sin rastro

En cuanto, Manfred DuFour terminó de contar su relato, Allard dio la orden para que unos agentes fueran a revisar la morada del sastre. La denuncia del muchacho parecía creíble. El lujo de detalles, los golpes, los vestidos, todo parecía demasiado grotesco para ser real, pero Allard creía en la mirada del repartidor de Le Temps.

Cuando la policía entró a la sastrería, se topó con un desastre descomunal. Alguien había abandonado aquel lugar a toda prisa. Y no necesariamente había sido Manfred DuFour. La caja registradora estaba vacía. Las luces todas prendidas. De pronto, los policías se detuvieron en seco. Olía a humo. Poco pudieron hacer para detener las llamas que provenían de la bodega de las telas y el estudio. La sastrería, en cuestión de minutos, se transformó en un infierno. Horas más tarde, cuando los bomberos apagaron la última manguera y los vecinos curiosos se alborotaron en las calles junto a Pierre Bonhomme, aquello era un volcán de cenizas.

Todavía no había rastro de Babineaux, Alicia Fabre ni Ria Guerín. Manfred DuFour fue llevado a una carceleta. Sospechaban que hubiese sido él quien incendiaria la sastrería y supiera del paradero de Babineaux. Bonhomme permaneció en la escena, inmóvil.

Unas horas después, en lo que había sido el tercer salón del piso del sastre, los bomberos sonaron la alarma. Habían encontrado un cuerpo. Luego, dijeron que eran dos. Después, tres. Minutos más tarde, los sacaron. Se trataba del cuerpo sin vida de Babineaux, que olía a carne quemada. Todavía podían verse los rastros del esmoquin que DuFour le había visto puesto solo unas horas antes.

Los bomberos sacaron los otros dos cuerpos de los escombros.

-¿Sabe quiénes son los otros dos? -preguntó Bonhomme a uno de los bomberos que descansaba sobre una banqueta. El rescatista lo vio y esbozó una sonrisa.

-Las “otras dos”, querrás decir. Creemos que son mujeres.

-¿Mujeres?

-Llevaban ambas un vestido blanco, como de casamiento, cuando las sacamos de los escombros. Parecía que habían ido a una fiesta, o a su propia boda -bromeó el bombero. Bonhomme se puso pálido.

El reportaje que sí leyó DuFour

Semanas más tarde, Le Temps abrió con un reportaje de cuatro páginas titulado “El misterio del sastre francés y los crímenes contra Alicia Fabre y Ria Guerín” y firmado por Pierre Bonhomme. Esta vez nadie pasó a la sastrería a entregar un ejemplar. Pero, horas más tarde, aquel lugar se llenaría de curiosos que no podían dar crédito a lo que veían.

La tinta del Le Temps explicaba cómo -tras un análisis forense y unas pruebas definitivas de la policía obtenidas en primicia por Bonhomme, gracias a su amistad con Christian Allard – junto al cuerpo de Babineaux había encontrado dos cuerpos más con vestidos de novia, los de Alicia Fabre y Ria Guerín. Los hallazgos apuntaban a que Fabre y Guerín sí habían sido desaparecidas y asesinadas, pero que el autor de los crímenes era el sastre. Que el cuerpo de Fabre mostraba señales de putrefacción por haber permanecido, a pesar de los cuidados intensos, varios años sin vida y que el de Guerín mostraba las mismas señas de cuidado, pero con un estado de degeneración menos largo, por obvias razones. Las conclusiones apuntaban a que el sastre las había raptado y asesinado por asfixia. El cuerpo de Alicia había permanecido en aquella sastrería desde entonces y era vestido a diario por su asesino, quien por las noches bailaba aquel vals de bodas pendiente. Lo mismo sucedía desde hace unos meses con Ria. El testimonio de Manfred DuFour ayudó a corroborar todo y las quejas de los vecinos por la “música de vals” que se escuchaba casi todas las madrugadas desde la sastrería comprobó todo. Al final, el reportaje terminaba con una conclusión que, más que sesgada, parecía tormentosamente real: “Babineaux se enamoró tanto del vestido que le confeccionó a su Alicia Fabre, que no pudo soportar el hecho de regalárselo y que fuese de alguien más. Se lo quedó para sí, pero con la modelo perfecta. El mismo patrón se repitió con la desdichada de Ria Guerín. Así concluye, la historia de uno de los mejores sastres de París…y también de uno de sus asesinos más cautelosos, tenebrosos y celosos de Europa”.

Manfred DuFour, sentado a las afueras de las oficinas de Le Temps, leyó el reportaje de un tirón y recordó así las palabras del periodista, aquel día que le interceptó para hacerle unas preguntas:

-Usualmente leo su firma en alguna nota de portada. Dicen que escribe bien, yo personalmente no le he leído…

-Lo harás pronto, cuando escriba algo que te interese. Y quizás este sea el caso.


Fin. 

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