El misterio del sastre francés (Parte I) imagen

Babineaux, el sastre más famoso y misterioso del París de los años 20. Arrastra consigo una trágica historia que estará a punto de revivir, tras una solicitud para confeccionar un vestido.

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En uno de los barrios que dan al río Sena, de París, vivía el sastre Abelard Babineaux, ilustre sastre que se había hecho un nombre en la gran metrópoli por la reputación de su mano fina y telas árabes que confeccionaban los mejores vestidos para la clase alta de aquella Francia de los años 20. Importantes celebridades, presidentes, realeza de otros países y extranjeros compraban sus vestidos. A eso debía su fama el sastre que cuya vida no iba más allá de las telas y su taller. Jamás se había casado, de su familia cercana no se sabía nada y en realidad, no tenía ningún amigo cercano, salvo un joven repartidor de periódicos que todas las mañanas se detenía cinco minutos más en la sastrería de Babineaux para entregarle su respectivo ejemplar de Le Temps, el famoso diario de Chojecki y Nefftzer. Pero, a pesar de repetir la rutina por casi cinco años, el repartidor, Manfred Dufour, tampoco es que supiese mucho sobre la vida del sastre. Babineaux era un misterio y el blanco perfecto para el cuchicheo en las callejuelas parisinas, puesto que la paradoja de quien no quiere llamar la atención es que siempre da de qué hablar quien más al margen se mantiene.

Babineaux, espía, príncipe y millonario

Del sastre se decía mucho, quizás demasiado. Los competidores de Babineaux decían que este obtenía las telas gracias a que su misterioso proveedor, que decían era un ladrón árabe, desviaba parte de la mercancía para el sastre, cobrándole menos a cambio del servicio de sastrería gratis. Más allá de las telas, algunos decían que Babineaux escondía dentro del pequeño y atiborrado local una cantidad de oro sorprendente, pero que nunca había querido modificar su estilo de vida y que su otra identidad era la de un espía holandés. Pero esa teoría era debatida por otra, igual de descabellada. Había quienes aseguraban que Babineaux era un bastardo de la familia real inglesa que habían enviado a París para evitar el escándalo con la promesa de enviar constantemente altas sumas de dinero para mantenerle al margen y guardar el secreto. La obsesión con la supuesta “fortuna” de Babineaux se debía al éxito de su sastrería y la modestia de su protagonista, que se negaba a mudarse a un lugar más amplio y mejor ubicado a pesar de que su clientela, entre la que estaban importantes funcionarios y empresarios de la época, le habían ofrecido todo tipo de rincones en el centro de la capital del amor. Llamaba también la atención su filosofía de ventas: sus telas y su arte no eran para que las llevase cualquiera. Babineaux elegía a quien vender qué; era el único sastre que elegía a sus clientes y cobraba lo que se le antojara, sabiendo que nadie dudaría en pagarlo. El sastre trataba cada uno de sus vestidos como a una hija y venderlo era toda una ceremonia. Lo que sí se sabía de Babineaux era que había estado enamorado perdidamente de Alicia Fabre, le hermosa muchacha cuya trágica historia era una leyenda parisina.

El vestido mortal

De la boda del sastre se habló mucho porque la expectativa por ver el vestido que luciría Alicia Fabre era cada vez mayor. Babineaux les había dicho a todos sus clientes que esa era su obra maestra y que jamás había ni volvería a hacer una pieza como aquella. De hecho, la sastrería había permanecido cerrada por dos meses para evitar que otros proyectos distrajeran al sastre. El día antes de la boda de Babineaux y Fabre, mientras la novia se probaba aquella obra maestra que nadie nunca había visto, un insecto la picó y tras horas de agonía sin poder pedir ayuda, el veneno acabó con su vida, la boda y los sueños de Babineaux. El sastre nunca pudo casarse con Alicia, ni verla vestida de novia, al menos con vida y había caído en una depresión que hasta el día de hoy cargaba sobre los hombros. La noticia de su muerte fue peor cuando comenzaron a correr los rumores de que Alicia había estado embarazada antes de conocer al sastre, había dado a luz y abandonado al bebé frente a alguna de las casas de los barrios más caros de París y ahora, años después, el día antes de su boda, no había podido contener la tristeza y la culpa y se había quitado la vida ingiriendo veneno. No había sido una araña, sino un suicidio. Aunque los Fabre desmintieron aquello y Babineaux nunca llegó a creerlo del todo, el mito hizo que la presión y las preguntas fueran más frecuentes hacia el sastre y la familia de la difunta. Dos semanas después, los Fabre habían enterrado a su hija y se habían marchado para siempre de aquel París que les olía a muerte, rumores grotescos y dolor. Lo único que quedó de Alicia fue aquel vestido que el sastre escondió para siempre, y los rumores de su muerte. El sastre prometió no volver a hacer un vestido para novia jamás y, a pesar de las súplicas y constantes pedidos, el rechazo se mantuvo por décadas.

Pero llegó el día en que Manfred Dufour, justo cuando iba a entregar el Le Temps al sastre, vio con sus propios ojos cómo Babineaux rompía aquella promesa y había aceptado, sin chistar, confeccionar un vestido de novia. Su cliente, Ria Guérin.

La otra Alicia

La hija de un importante, conocido y adinerado empresario había puesto fin al cese de la producción de vestidos de novia de Babineaux. La noticia se supo y los parisinos, atónitos, quisieron averiguar el porqué. Guérin era una mujer hermosa, pero hermosas habían llegado en otras ocasiones y se habían retirado con un “no” tajante. Guérin era una mujer de mucho dinero, pero otras riquillas -y con muchísimo más dinero- habían visto cómo la puerta de la sastrería se cerraba en sus narices. Guérin era hija de una figura importante en París, pero princesas inglesas, belgas y españolas, habían recibido una respetuosa declinación a sus constantes ofertas. ¿Por qué Ria Guérin sí podría tener su vestido blanco Babineaux? La respuesta era más sencilla y estaba frente a los ojos de todos: Ria tenía un parecido dramático con Alicia Fabre. Quien no conociese la historia y viera dos imágenes de las mujeres, se atrevería a decir que eran hermanas o, incluso, madre e hija. Y eso fue lo que saltó al ojo de Babineaux, quien al verla recordó los rumores que corrían de su amada Alicia: el supuesto bebé, el suicidio y el veneno, y comenzó a atar los cabos. Quizás los chismosos de París no habían mentido aquella vez.


CONTINUARÁ…

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