El cumpleaños de Margarita imagen

Hay experiencias extrasensoriales que no podemos explicar. La muerte selecciona a las personas y las deja marcadas para, luego, llevarse a sus víctimas.

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Los meses previos al cumpleaños número 11 de Margarita fueron de mucha excitación. Primero, lo de su traslado de San Marcos a la capital. La ciudad era tan diferente a su pueblo en todos los sentidos imaginables. Era tan grande, llena de automóviles, edificios señoriales y tiendas en donde vendían lo que a esa edad pudiera uno desear. La Juguetería, su lugar favorito en la sexta avenida, por ejemplo, estaba llena de cosas que en el interior de la república no se veían en ninguna otra parte. Después, su nuevo colegio, con el nombre y apellido de sus directoras, en donde conoció a sus amigos de toda la vida.

Su casa también era otra cosa. Si la de San Marcos era grande, esta era realmente inmensa. Tenía tres patios, muchas habitaciones y atravesaba la cuadra de calle a calle. Las paredes, dijeron sus padres, medían 5 metros de alto. Incluso tenía un sótano con un trastero y una alacena a la que llevaban casi todo lo que su mamá compraba en el misterioso y bullicioso Mercado Central, atrás de catedral. Para ella, 1973 era su año mágico. Había televisión a colores con tres canales en el comedor y casi siempre había buena señal. Su tía Helena le había regalado una radio de transistores que funcionaba con pilas, y su abuelito, unos patines de metal. Todo era perfecto.

En agosto, se preparó el caserón para la fiesta: agua de canela y horchata de arroz, la piñata inmensa, los chiqueadores, los emparedados de jamón y queso, el pastel, las sorpresas, la comida, los adornos puestos en el patio de hasta atrás (antigua caballería), y muchas otras cosas a las que se sumó una hermosa pecera llena de “guppies”. No podía tener una culebra, por eso se conformó con eso.

Aunque su cumpleaños era el día lunes, la fiesta se llevó a cabo el sábado anterior, a partir de las 4 de la tarde. Como gente de buena educación, los invitados empezaron a llegar a la hora en punto, formando un tumulto frente a la entrada. Los niños, acompañados de tres encargadas del servicio de la casa, pasaron al patio de atrás y los adultos se quedaron en un salón cuya ventana daba a la algarabía de los infantes que estaban siendo entretenidos por un artista muy popular en la televisión, conocido cariñosamente como el gordo Sanchinelli.

La Polaroid de la abuela fue el éxito de aquella tarde. Se gastó una fortuna tomando instantáneas a diestra y siniestra. A la mañana siguiente, ordenando las fotos para hacer un álbum conmemorativo observó algo que la perturbó. Si ella estuvo a cargo de la cámara ¿quién era aquella misteriosa niña que aparecía en algunas de las fotografías y de la que no tenía ni idea de haber visto? Le consultó al núcleo familiar si sabían quién era, pero todos respondieron con extrañeza que no la vieron en la fiesta.

Luego de separar las tomas en las que aparecía la pequeña con sus amistades y parientes, siete en total, tomó el teléfono y los llamó. Todos aseguraron que no habían posado con ella y menos que esta les hubiera puesto la mano en el hombro, agarrado la mano o sentado en su regazo. Una semana después, todos habían muerto por diferentes causas. En los reportes médicos hubo una coincidencia que trascendió por rara, la marca amoratada de una mano infantil en el tobillo izquierdo. Consternada, la abuela de Margarita regresó al álbum; la niña se había desvanecido, ya no estaba en las imágenes con los ahora difuntos. Revisó cuidadosamente el álbum y para su espanto encontró otra instantánea en la que aparecía la chiquilla: era la fotografía que su hijo le tomó a ella abrazando a Margarita y en la que la misteriosa niña, subida en una silla, le posaba la mano sobre el hombro. Aterrada se vio el pie para descubrir la misma marca amoratada. Mientras se le escapaba la vida del cuerpo, frente a ella, de pie, la niña la observaba con una sonrisa maligna.  

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