Cuarentena: La extraña historia del vecino platicador de Ana (I) imagen

Ana vivió una experiencia muy extraña mientras guardaba cuarentena en su pequeño piso de Lavapiés. Todo comenzó cuando conoció a su vecino Héctor, o al menos eso creyó.

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Es febrero del 2020 en Madrid. Cualquiera que lea esto sabrá que para esas fechas, el mundo estaba confinado en sus casas por temor a la pandemia del coronavirus que se había desatado en Wuhan, China, una ciudad que era insignificante para el mundo entero hasta que amenazó con contagiar a toda la humanidad con una especie de gripe que no debía tomarse a la ligera. 

Así que durante ese mes y en esa ciudad, sus residentes guardaban una cuarentena estricta. Ana no era la excepción a la norma. Había rentado un pequeño piso en uno de los estrechos edificios del barrio de Lavapiés en enero y un día, mientras contemplaba la ciudad muerta desde su estrecho balcón, comenzó a pensar que quizás se volvería loca al permanecer casi un mes encerrada en esas cuatro paredes, con la excepción de salir una vez por semana al supermercado a comprar lo justo y lo necesario con las miradas de la Guardia Civil postradas sobre ella. 

Los días se le hacían eternos hasta que una noche de insomnio, de esas en las que siempre pasan cosas dignas de un relato, escuchó voces y ruido en el apartamento de al lado. Siempre había pensado que nadie vivía allí, aunque no estaba segura porque nunca había sido de conversar con sus vecinos. Ana era un alma libre que prefería la calle al cuarto; fascinada con la magia del Madrid que la recibió con los brazos abiertos, había jurado que mientras durara su estadía por estudios, pasaría la mayor parte del tiempo descubriendo aquella metrópolis de historias inmortales. 

Pero esa noche gracias al maldito insomnio y a los tiempos extraños que vivía el mundo entero, decidió no ser ella y hacer lo que nunca hubiese hecho. Con su puño, llamó a la pared que colindaba con la del vecino. No esperaba respuesta. Pero la obtuvo. “Toc, toc, toc”. Silencio. “Toc, toc, toc” del otro lado. Sonrió.

-¿Buenas noches? -dijo con la vergüenza de haber despertado a su vecino.

-Si, adelante. ¿Pasa algo? -le respondió una voz increíblemente cordial y enérgica para ser las dos de la mañana. 

-Disculpe, no quería molestarle. Llevo varias noches sin dormir y, no lo sé, escuché que había alguien en el piso de al lado y sin pensarlo he tocado la pared. Lo siento.

-¡Qué va! Mucho gusto, soy Héctor. ¿Tú quién eres?

Ana volvió a asombrarse de la amabilidad de su vecino y, por alguna razón sintió la confianza para entablar una conversación que duraría horas. Charlaron del virus, de la cuarentena, del barrio de Lavapiés y de Madrid. Ella estaba impresionada de lo informado que estaba su vecino. Se notaba que había vivido como a ella le gustaba: en las calles y entre el bullicio de la vida nocturna de una ciudad mágica. Héctor conocía cada esquina del barrio, había vagado por todas las librerías del centro, probado todos los cafés que rodeaban El Retiro, se había perdido en las callejuelas de La Latina y descubierto las noches enérgicas en Chueca. Había dormido más de alguna siesta tumbado en algún rincón de la Casa de Campo y había contemplado la convivencia entre madrileños, turistas y vagabundos en la Gran Vía. 

La siguiente noche volvieron a platicar, así, pared a pared. El hilo de las conversaciones fluía con tal naturalidad que las horas pasaban como agua entre las manos: con fluidez y refrescando. Durante los días, Héctor dormía. O al menos eso pensaba Ana porque casi no escuchaba ruidos.  Pero en las noches un simple “toc, toc, toc” en la pared y su vecino comenzaba a contarle historias.

-Héctor, ¿cuántos años tienes?

-Los que tú quieres que tenga, Ana.

-¡Ja! Ya vas tú con tus respuestas evasivas. ¿Hace cuánto vives aquí? Nunca te había escuchado…

-Desde siempre he vivido en este piso. Incluso te vi venir el primer día. Llevabas dos maletas que estaban a punto de estallar, una guitarra en la espalda, un sombrero blanco y tus gafas redondas. Intuí que eras o una poeta despechada o alguna especie de escritora en proceso…

-Eres muy observador. Sí, trabajo en una revista de moda. Soy redactora y lo de los poemas…pues sí, de vez en cuando me nace alguno que apunto…

-…en tu cuaderno rojo. Hace unas semanas lo dejaste en el pasillo. Me tomé la molestia de dejarlo en tu recibidor…

-¡Fuiste tú! Pues gracias, Héctor. Aunque te confieso que lo he vuelto a perder. Lo llevo a todas partes y seguro esta vez lo dejé en algún parque o algo. Así que el cuaderno rojo ha pasado a otras manos. Espera… ¿leíste mis poemas? ¡Por Dios qué vergüenza!

Héctor parecía saberlo todo sobre ella. Y Ana absolutamente nada. Pero el hecho de que su vecino la tuviera muy estudiada no le daba miedo. En realidad era un “tío muy majo” y había algo en su voz, en su forma de hablar, que le inspiraba confianza. Habían quedado en que, cuando pasara toda la cuarentena y la crisis se esfumara, tomarían un café en la librería de enfrente y compartirían reseñas de libros. Héctor parecía haberlo leído todo, como si hubiese tenido todo el tiempo del mundo para ahogarse en cuanto libro se le cruzara. Esa noche decidieron beberse una copa de vino, cada quien a su lado de la pared. Brindaron entre risas, cada uno a su lado y fingiendo el choque de copas. Después de mucho vino, la conversación se apagó y ambos cayeron en un sueño profundo. 

Un día recibió una llamada. Era el dueño de su piso, Ángel, que quería saber cómo había ido todo durante la cuarentena.

-¿Ana? ¿Cómo has estado, todo en orden en el piso?

-Todo en orden. Sobreviviendo al encierro, pero bueno, no me puedo quejar. Me he entretenido.

-¿Si? No me digas que con la música a todo volumen, que ya sabes que la vecina del 6 se queja…

-¡Ja! No que va, no te preocupes. En realidad he estado leyendo, escribiendo y charlando con el vecino. No sabía que tenía un vecino en el 4, siempre pensé que el piso estaba vacío, pero ahora que le he conocido nos hemos vuelto buenos amigos…

-¿Qué dices? ¿El vecino del 4?

-Sí…

-¿De qué hablas Ana? En el 4 no vive nadie. 

-Que sí, que ahí vive Héctor.

-Ana, allí no vive nadie. Te lo juro. Ese piso también es mío y no se lo alquilo a nadie. Me estás asustando. Además, has dicho que vive un tal Héctor, ¿cierto?

-No me jodas, Ángel. He hablado con él, te digo que ahí vive alguien.

-¿Sabes qué? Me has hecho dudar. Porque podría tratarse de un inquilino que está viviendo allí sin permiso. No salgas de tu piso, Ana. Llamaré al portero para que vaya a revisar. Cuando llegue, dile que la llave está oculta bajo la alfombra. ¿Harás eso por mí?

Ana cortó la llamada después de un “sí” temeroso. El miedo se le esfumó al instante. Esto no podía ser cierto. Decidió tomar cartas en el asunto y salió de su piso. Se puso frente a la puerta del 4, extrajo la llave de la alfombra y abrió la puerta.  

Continuará 

   

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