Comer como disparar imagen

Aprendí a disparar antes que comer en los barrios de la zona uno.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Aprendí a disparar con mi abuelo. Él me enseñó cómo sostener el rifle para que no me golpeara el rostro o lastimara el hombro. Cómo utilizar la mira. Y en qué momento preciso jalar el gatillo con el dedo índice. Cualquiera pensaría en la inutilidad de enseñar a un niño de siete años a disparar porque le sería inevitable comprender la satisfacción que me producía escuchar el metal de la bolita somatarse contra el metal de la estrella. Todo lo demás era ganancia, ego. Después de que la estrella caía, se activaba el mecanismo dentro de la caja y los muñecos y objetos se movían con frenesí al ritmo de música norteña o éxitos como Thriller con un Ken en peluca negra y una chaqueta roja desgastada de tanto sacudirse.

Era uno de estos días de julio cuando regresaba a mi casa con mi botín: un póster de lo más kitsch que mostraba a una mujer en bikini rojo con un tridente, unos cachos y una cola carmesí. Había atinado cuatro disparos seguidos en el juego de la feria de la Virgen del Carmen y mi abuelo alcahuete me dejó elegir el premio. Mi yo precoz se decantó por la diabla en traje de baño y bajo el brazo la llevé a la casa, donde la escondí debajo de la cama hasta que mi mamá la encontró y su moralismo, mitad católico y mitad mormón, afloró por todos los cielos. Seguro se peleó de nuevo con su suegro por las nimiedades de siempre y tuve que tirar a la diabla de mis sueños.

Aún hoy la feria me sigue atrayendo, y con orgullo me acerco a las cabinas para disparar los rifles de aire luciendo con gala mi puntería, a sabiendas que sé que siempre le voy a atinar a las estrellas de metal, y ahora a los más sofisticados bombillos y cigarros moviéndose en una banda sin fin o a las bolitas de ping pong que suben y bajan sobre un chorrito de agua. Aunque ahora también me preocupo por revisar el vuelto porque varias veces me han querido meter billetes falsos, o elegir bien al garnachero para evitar una diarrea cataclísmica como la que me dio el año pasado por sentarme así por así en una mesa y comer a mis anchas.













Fue gracias a mi abuelo también que le agarré el gusto a la comida de la calle. No solo las garnachas de las ferias del Cerro y del Hipódromo, o a los churros y las tostadas de los Miércoles de Padre Eterno de San Sebastián, sino también al atolito de habas con chile de doña Flor en la primera calle a las ocho de la mañana y a los buñuelos de Santo Domingo en las fiestas patronales. Ese nomadismo gastronómico que pocas zonas de la capital conservan me hace babear y pensando en cómo voy a disfrutar este mes de la comida con mi proceso de mindfulness no pude evitar recordar esa vez que mi abuelo me enseñó a disparar porque el proceso es muy similar.

La necesidad de sentir el peso del arma, el tiempo que hay que tomarse para apuntar, el ojo ajustado a la mira, de fondo los gritos y las risas de la gente en la Rueda de Chicago mal armada funcionando con un motor de camioneta, el olor de la lámina húmeda por la lluvia de la mañana y el sabor metálico del aire. Todo para un disparo perfecto. Lo mismo para la comida: elegir el lugar donde el aceite se vea más transparente, una mesa cómoda, un vaso de cerveza fría sudando entre los dedos, la lengua húmeda de hambre, la primera mordida a la garnacha, concentración pura en cada bocado. ¿A poco me va a decir que no se le antojan unos sus buñuelos?

Todas las noticias, directamente a tu correo

Recibe todas las noticias destacadas de Relato.gt, una vez por semana, 0 spam.

¿Tienes un Relato por contar y quieres que nosotros lo hagamos por tí?

Haz click aquí
Comparte
Comparte