Cita con Halfon imagen

Recorrido por la “Biblioteca Bizarra”, de Eduardo Halfon: un viaje en el tiempo.

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Llegué tarde a la cita. Mateo, recién de vuelta de España, donde había concluido sus estudios, fue quien me extendió la invitación. Emocionados ante el encuentro fortuito de dos apasionados por la literatura, en un instante recorrimos la lista de los grandes autores y compartimos experiencias como estudiantes de Filosofía y Letras. Él se encontraba desconcertado sobre las oportunidades que tendría para vivir de su pasión en Guatemala y yo, recordando el mundo prodigioso del que me enamoré locamente, sentí –con la urgencia de quien intenta salvar una vida– que debía motivarlo a seguir su vocación; a no abandonar su sueño.

– ¿Intercambio de libros?, propuso.

– ¿Cuál recomiendas?, respondí.

– ¿Has leído a Halfon?, indagó.

– Aún no he tenido el gusto, confesé.

A los pocos días, sobre la mesa de entrada de mi casa, encontré Biblioteca bizarra, de Halfon, junto con una nota de Mateo, que confirmaba mi cita.

El trabajo, los quehaceres, los compromisos –sobre todo el temor a ese reencuentro con la parte de mí que había abandonado y me dolía– me impedían abrir el libro. Unas semanas más tarde di vuelta a la portada para leer la solapa anterior. Ahí, la foto de un hombre barbudo, de anteojos, cigarrillo en mano y con la mirada llena de la curiosidad de un pensador. El texto, a manera de introducción, me presentaba a: Eduardo, guatemalteco, galardonado con el Premio Roger Caillois de Literatura Latinoamericana en 2011. “Intrigante”, pensé. Esa noche tuve mi primera cita con Halfon.

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Los pasillos de Biblioteca bizarra están habitados por historias, escritores, relaciones, conversaciones, cuestionamientos, vivencias, narradas de la manera concisa, precisa y pulcra de quien domina su arte. Cada relato es sólido por sí solo y, a la vez, se incorpora a la perfección con los demás; los recuerdos guardados en la memoria fungen como el hilo conductor que urde una historia más amplia: la vida… de Halfon y, en muchas formas, de todos.

Las citas de y referencias a autores y libros entrañables me transportaron de vuelta a las aulas universitarias en las que me perdí entre las páginas escritas por Shakespeare, Cervantes, Yeats, Shaw, Bradbury, Vargas Llosa, Borges, Asturias, Woolf, Faulkner, Calvino y tantos otros. El estilo que cambia con intención, con preguntas de apertura y respuestas de cierre en cada cuento, me atrapó. No recuerdo la hora de entrada o de salida, pero esa cita en la Biblioteca bizarra de Halfon duró una noche.

Recorrí sus pasillos de la mano del narrador, quien me contó sobre su amor por el arte de escribir y ese encuentro fortuito que lo llevó a subirse al vuelo literario del que no tenía intención de bajarse. Una especie de oda a los libros y a los hombres que los crean y recrean al compás del tiempo; a las posibilidades infinitas que surgen desde la perspectiva única de cada ser y de obras que inspiran otras; al escritor que con la curiosidad de un niño juega con las palabras para dar rienda suelta a la imaginación y concebir su obra.

Con trazos a veces fuertes y otros sutiles, los cuentos empiezan a dibujar un autorretrato de quien conversa con el lector: primogénito, de padre judío, de ascendencia paterna polaca, y materna libanesa, guatemalteco, sobrino-nieto, hermano, hijo, esposo, alérgico, calvo, neurótico, ingeniero, literato, filósofo, traductor. Un narrador que con relatos anecdóticos sobre acontecimientos que marcaron su vida –los más transformadores por decisión del destino– cavila sobre temas universales de la humanidad.

Al estilo de una entrevista, “Los desechables” nos sitúa en la reunión sostenida entre el escritor y un grupo de “habitantes de calle… O desechables”, como Fredy –conductor del escritor en esa visita a Colombia– informa que se les denomina allí a los indigentes. Entre el ir y venir de preguntas y respuestas, Halfon afirma: “No es lo mismo escribir que ser escritor”, dando pie a su discurrir sobre ese oficio que es como el aire para el literato y del que este debe separarse para cumplir con su papel de escritor. En el momento de su encuentro con los indigentes, distanciado tanto de su arte creativo como de su primogénito que estaba por nacer, el escritor confiesa: …“solo podía pensar que cada uno de ellos algún día fue hija o hijo de alguien, que cada uno de ellos un día fue el bebé recién nacido de alguien, que cada uno de ellos un día fue arrullado por alguien con todo el amor de un padre o de una madre que sostiene en sus brazos una vida nueva, una vida llena de luz, una vida que apenas empieza”.

Y así, nos hallamos frente al cuentista-padre; un narrador amalgamado toma la pluma para escribir la carta íntima titulada “Halfon Boy”, en la que el lector se convierte en testigo de las palabras dirigidas a ese ser “del tamaño de una uva” que ha volcado el mundo de Halfon. Con toques de humor e inmensa ternura, presenciamos al padre-escritor inmerso en la labor de la traducción, preguntándole al hijo que aún no ha nacido sobre las decisiones que debe tomar para serle fiel al sentido de la nueva obra que recrea con otras palabras. “Al escribir, Leo, te siento aún más cerca. Quizás porque sé que son estas palabras de aquí las que al final quedan, las únicas que importan”, dice, mientras graba sobre el papel ese diálogo interior que mantiene con Leo, su hijo, que viaja a este mundo acurrucado en el vientre de su madre.

“Saint Nazaire”, el submarino, sumerge al narrador en una reflexión sobre los detalles aparentemente intrascendentes de la vida. “¿No es la nimiedad, pues, la materia prima del cuentista? ¿No son las anécdotas en apariencia nimias, es decir, insignificantes, la arcilla misma con la que el cuentista trabaja su artesanía y moldea su arte?”, se pregunta. La infancia de Leo es la tierra fértil que da nueva vida a los recuerdos de la niñez de Halfon que, a su vez, son el detonante de las fotos instantáneas que se despliegan en la mente de esta lectora-visitante de la Biblioteca bizarra: el terremoto, la enfermedad, la inseguridad y el miedo; el regreso a su país natal que desconoce y empieza a reconocer; esa apasionante actividad de hacer una obra nueva de la que ya existe en otro idioma; ese gozoso temor que experimentó al saberse convertida en madre en un país en el que la cultura del silencio reina sostenida por la incesante violencia y las amenazas… y que la hacen comprender la decisión de Halfon, de huir de Guatemala.

Así –parafraseando a Halfon– con ese gozoso sentimiento de haber recuperado o encontrado algo que había olvidado o perdido, llego al final de la Biblioteca bizarra y cierro la contraportada. En el silencio de mi oscura habitación susurro un “gracias” a Halfon por ser ese gran cuentista que “(…) sabe hacer de lo breve algo colosal, de lo insignificante algo trascendente, de la nada unas cuantas páginas que lo contienen todo”; y otro a Mateo, por la inolvidable cita a la que me invitó, que hoy sirve de pretexto para el texto aquí plasmado, y a la que ahora sé que llegué justo a tiempo.

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