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No hay peor infiel que el que cae en su propia trampa. Monsanto explora el terreno del deseo desbordado con su relato del cazador cazado.

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CAZADOR CAZADO. Por Guillermo Monsanto

1991, noviembre. Nuestras miradas se cruzaron ¿tres, cuatro segundos? Ninguno de los dos expresamos el más mínimo sentimiento. Ambos andábamos de caza, pero uno de nosotros iba a quedar en posición vulnerable. Yo. Yo que me quedé deslumbrado. Mi instinto animal, quizás estaba en celo. Sentí un llamado desbordado a la perdición del sentido, del tino, de la cordura. De la voluntad. Ya desde ese primer momento sabía que me iba a entregar sin restricciones, sin medir consecuencias. Solo porque sí. Y así fue.

Por supuesto que esa noche nos presentaron. Ninguno de los dos manifestó el mínimo interés en el otro. Ambos, con nuestros respectivos doctorados en la materia de la seducción, simplemente seguimos el protocolo tácito. No mostrar ninguna turbación por el otro. Esa noche no pude dormir. Todas las alertas internas me decían que “agua que no has de beber, déjala correr”, pero… ¿no iba a beber de esas mieles? Mi cuerpo, mi fuero interno, lo pedía a gritos.

La trampa del infiel es caer en su propio engaño: “una cana al aire”. Excusas para coincidir logré una y otra vez hasta que la presa fue arrancada, o al menos eso pensé, de las garras de su predador. De su “protector”. No era yo inocente y sabía que estaba jugando al mejor postor y en la empresa aposté todas mis fichas. No me importó ya el decoro, la amistad y la confianza. Ya sabía desde ese primer momento, o por lo menos suponía, a lo que me estaba metiendo. No hubo una sola voz que consiguiera hacerme reflexionar.

Dejar a mi pareja fue el siguiente paso. No entendí bien como pasé a sustituir la relación estable, en la que había amor, por esta nueva en la que yo mismo no creía. Solo se dio. Mi cuerpo era un infierno, se incendiaba con el solo pensamiento. Con el deseo. A pesar de ello, la leña que encendía la flama llegaba pausadamente, embrollándome en mis torpes anhelos. Lo que en un principio me dio copiosamente lo fue economizando conforme evolucionó la relación. Volviéndome loco. Me tocaba y luego me aplacaba dejándome confundido, lleno de ganas, incertidumbres y miedos. Herido. Perdido como un niño en un bosque oscuro y lleno de peligros. Y mi conciencia en un sopor, no importaba el sentimiento, las lágrimas acudían a mí de modo espontáneo. No me iba a amar jamás y yo iba a morir amándote. Bien decía mi maestro de pintura “muy golfo, pero no dejas de ser un señorito de bien”.

En mayo de 1992 llegamos a Madrid, en primavera. Me convertí en su sombra. Un espectro invisible. A esas alturas era un autómata cuyo “modem” estaba dañado. Era como andar drogado. Moretes, arañazos, el organismo vejado, sin apetito, marcado en cuerpo y alma, me regresé finalmente a Guatemala quince días después de mi arribo… “Te enterré simbólicamente y te lloré por semanas, meses y años. Nunca te fuiste de mi corazón porque te engrapaste en él, a costa de dolor… Te sueño y te anhelo todavía, como un recuerdo vivo. Pero, como diría Scarlet O´hara, “después de todo, mañana será otro día”. Y así, he ido superando los tiempos en los que fui cazado. 

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