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Con apenas 12 años, su mamá le dijo junto a su hermano mayor que se vistieran bien para acompañar a su papá a una reunión. Los niños, emocionados, lo hicieron sin saber a dónde se dirigían; fue hasta llegar al lugar que sintieron extrañeza e incomodidad; incluso, un poco de miedo.

Aunque solo uno cuenta esta historia, los protagonistas son una familia completa y el maldito alcoholismo.

El lugar era un humilde cuarto, solo cuatro paredes para unas 20 personas. Sillas blancas, un pizarrón, varios carteles, una mesa, un atril y una cafetera era lo único que había y que necesitaban, hasta que su madre empezó a sacar un poco de comida que llevaba preparada para todos.

Ese día, su padre celebraba un año de no tomar; se dice poco, pero era mucho. El niño, confundido, no entendía el objetivo de aquella reunión; su padre no estaba ganando un premio o alguna medalla, estaba ganando tiempo, estaba ganando vida.

La extrañeza del niño se debía al lugar, uno que siempre pasaba viendo cuando caminaba para su escuela y que pensaba estaba llena de “bolos”. No estaba lejos de la realidad, pues aquel lugar abría todas las noches para recibir a personas alcohólicas, era un AA (Alcohólicos Anónimos).

El niño cada vez se confundía más, veía entrar personas, veía entrar distintos mundos.

Ancianos, ancianas, hombres, mujeres, niñas y niños (uno de ellos con ceguera), pobres y ricos. No importaba, todos eran iguales, no había religiones, no había razas, no había nacionalidades, no había preferencias sexuales, todos eran alcohólicos.

No hablaron todos o no se acuerda, pero el niño sí tiene presente que cada uno que pasaba a hablar le decía a su padre lo hermosa que era su familia. Lamentablemente, se olvidó del discurso de su papá; pero algo que nunca olvidará es que dejó de tomar por ellos.

18 años después

Hoy, aquel niño ya es todo un hombre y ahora entiende lo importante que fue aquel humilde cuarto para su padre, quien paso a paso (12 en el grupo, miles en la vida) ha podido mantenerse sobrio por más de 18 años, una meta que no habría conseguido sin las enseñanzas de vida de aquel bendito AA.

En su mente y corazón siempre vivirán los recuerdos de haber visto a su padre ebrio y, en ocasiones, incontrolable.

Aquel padre que tomaba por temporadas, que perdió buenos trabajos por agarrar “furia”, que se perdía por las noches. Esos recuerdos, esos que siempre estarán, como cuando el niño iba a comprar octavos a la tienda o cuando se tenía que dormir con su abuela mientras su mamá y su hermano mayor cuidaban a su papá.

Hubo muchas cosas vividas por el niño y su familia, unas muy privadas como para contar, otras que es mejor olvidar. Pero no sientan lastima por él, fue feliz refugiado en su niñez y lo fue más cuando su papá dejó de tomar, convirtiéndose en aquel héroe que sigue luchando contra esa enfermedad, una que puede volver a atacar en cualquier momento.

Ese maldito alcohol, ese que divierte a unos y que a otros como al padre de aquel niño lo hacía temblar, le provocaba una desesperación que corría por su cuerpo y que lo llevó a caminar solo, a vivir un infierno en la tierra y casi a perder la vida. Ese maldito alcoholismo que dejó repercusiones en su cuerpo.

Actualmente, la lucha interminable continúa; aquella época es solo un recuerdo, pero uno que no debe ser olvidado para no volver a caer.

Los protagonistas de esta historia están bajo el anonimato; no te molestes, es la regla principal de los AA. Solo recuerda: no los veas mal, ellos están aceptando su enfermedad y están peleando contra su alcoholismo; si es posible, aconseja a alguien que sufre este mal para que asista a sus reuniones.

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