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En la República de Guatemala, casi todos los días ocurren casos en los que un hombre destroza la vida de alguna mujer, luego de haber abusado física, psicológica o sexualmente de ella. Según datos del Ministerio Público (MP) y el Instituto de Ciencias Forenses (INACIF), se han reportado este año 1,765 denuncias por delitos de violencia sexual en el país, de las cuales, en su mayoría, son féminas.

Aunque sea menos común escuchar o leer que el agresor sea familiar de la víctima, el 90 por ciento de abusos ocurren en la casa o en la escuela, según especialistas en abusos contra infantes. Esta es una de esas historias. 

Andrea (nombre ficticio) nació y creció en un departamento del occidente del país. Es una mujer de corta estatura, tez morena, cabello lacio y negro. Vivía en una familia de cinco integrantes: su padre, quien no aparecía mucho y solamente llegaba borracho a casa para romper la armonía que se podía vivir con violencia; su madre, quien trabajaba todo el día vendiendo comida y solo regresaba hasta altas horas de la noche; su hermana menor y su hermano mayor, quien era ocho años mayor que ella.

Un infierno, desde los primeros años.

En su adolescencia, cuando su cuerpo comenzó a desarrollarse, notó cierto interés de su hermano mayor hacia ella, algo inusual y que nunca captó durante su infancia. Escuchaba piropos, pero no les daba mayor importancia.

Una noche, mientras Andrea dormía, escuchó que alguien entró en su cuarto y cerró la puerta. Notó que era su hermano mayor. Hasta ese punto no había algo inusual todavía, pero todo cambió cuando este se subió sobre ella, le tapó la boca y utilizó su fuerza física para neutralizar los movimientos de escape de su víctima. Sometida (físicamente) y habiendo sido callada con un pedazo de tela, comenzó lo peor, algo que jamás imaginó, especialmente viniendo de su propio hermano: una violación.

Su hermano mayor aprovechó que ninguno de sus padres estaba en casa y que su hermana pequeña dormía en su habitación, para hacer de las suyas y, al mismo tiempo, alimentar sus “deseos sexuales” en su propia hermana.

El tiempo pasó y las violaciones continuaban. Andrea, derrumbada por dentro, buscaba qué hacer para defenderse, pero no tenía la valentía para contarle a nadie lo que le había pasado, pues era poco creíble. Tampoco tuvo la oportunidad de visitar a algún ginecólogo que pudiera ayudarla. Lo único que podía hacer era cerrar con llave su puerta, e incluso trancarla con cualquier cosa para que su agresor no entrara a violarla otra vez.

La confesión y su efecto

Al tener 17 años cumplidos, Andrea decidió hablarle a la única mujer que pensó que la defendería: su madre. Le contó lo que su hermano había hecho, pero la reacción de ella no fue lo acogedora o consoladora que la víctima esperaba, ya que en vez de esto, su progenitora la llamó mentirosa y la regañó por hablar mal de su hermano.

Disgustada y sin esperanza, Andrea emprendió su viaje hacia la capital, ya con 18 años cumplidos. Comenzó a trabajar como empleada doméstica y así la vida fue ligeramente menos dura con ella en esta instancia, ya que los abusos sexuales por parte de su hermano habían quedado atrás, aunque las secuelas estaban latentes.

“Cosechas lo que siembras”

Unos año más tarde, la joven se enteró del destino de su violador. Él había contraído matrimonio con una mujer, el cual se había acabado por una infidelidad, algo sumamente creíble viniendo de él. Su cuñada, a quien no conocía, lo encontró siéndole infiel y esto deshizo su matrimonio. Él regresó a su casa materna, donde es, según sabe, consentido por su madre.

Andrea sigue laborando como empleada doméstica, y a pesar de que las secuelas de las violaciones siguen en su vida, comprende que debe visitar a un profesional para que pueda ayudarla a curar sus heridas psicológicas y emocionales. Mientras tanto, sigue luchando día a día para encontrar su paz interior. 

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