Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Comenzó a empacar sus ovejas a las 7 de la noche, igual número de horas después las subió al camión que vendría desde San Juan Comalapa, a la calzada más transitada del país. Desde que se casó adoptó el negocio como propio, pues su marido ya lo hacía y de eso hace ya más tiempo del que quiere contar.

De enero a noviembre trabaja en el armazón. Algunas son grandes, pequeñas y medianas, pero todas tienen que estar listas para diciembre. Cuando recién casada la norma era de color natural, ese beige blancuzco que caracteriza el residuo de la mazorca del maíz. De él aprendió como secarla, doblarla, trenzarla y colocarla en los trozos de madera.

Unos años después eran más los comunitarios que las elaboraban en el pueblo y había que hacer algo para que las ovejas de los Gómez resaltaran de la multitud. Como toda buena e ingeniosa mujer, le dio su propio toque al rebaño. Graciela decidió impregnarles a los pequeños mamíferos un toque de su cultura.

Llevó el color de los güipiles y de su tierra al guacal. Tintes rojo, azul, verde y amarillo harían el truco. Y de esta fusión surgieron las más curiosas ovejas. Algunas vienen a la capital ya armadas y listas para que los revendedores se las lleven. Otras, en cambio, son una mera estructura de madera que espera el abrazo de la trenza de tuza para cobrar vida.

Allí en su pequeña champa, los Gómez hacen lo que mejor saben. Mientras unas trenzan, otros venden y mantienen el suministro de materiales para que la producción no se detenga. Y por alguna razón que Graciela no puede explicar, este año las ovejas amarillas parecieran ser las primeras en abandonar el pequeño rebaño que llegó desde San Juan Comalapa al mercadillo de la capital. 

Todas las noticias, directamente a tu correo

Recibe todas las noticias destacadas de Relato.gt, una vez por semana, 0 spam.

¿Tienes un Relato por contar y quieres que nosotros lo hagamos por tí?

Haz click aquí
Comparte
Comparte