La memoria frente al negacionismo imagen

Desde 2015 Armenia y los armenios se enfrentan, una vez más, a la amenaza panturquista. Los fantasmas del pasado han vuelto a entrar en escena: la expulsión de los armenios de Artsaj (Karabagh) de sus tierras ancestrales en septiembre de 2023

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Ricardo Yerganian

Abogado, exdirector del Diario Armenia de Buenos Aires

Cada 24 de abril es un llamado a la memoria individual y colectiva de los armenios. Es el símbolo del trauma persistente, de la herida de tres generaciones que aún permanece abierta. Alzar la voz frente al crimen de genocidio es ante todo un imperativo moral. Y sin importar el tiempo transcurrido, es preciso mantener encendida la llama de la reivindicación y la verdad histórica. Esa, que desde hace un siglo se intenta apagar con un negacionismo a ultranza, última fase de la política genocida.

      Desde mucho antes del siglo VI a.C., cuando el rey persa Darío inscribiera en lo alto de una roca el nombre «Armena» en referencia al país vecino, y hasta la segunda década del siglo XX, la gran mayoría del pueblo armenio vivió –con o sin reino independiente– en esa región del mundo conocida como Meseta de Armenia, su patria ancestral. Se trata de más de 3.000 años de presencia continua en aquella Armenia histórica, de la cual sólo la décima parte constituye el territorio de la actual República de Armenia.

      La fatalidad del pueblo armenio comienza en el siglo XI de nuestra era, cuando pueblos turco-selyúcidas provenientes del Asia Central invaden por primera vezArmenia, ya por entonces dueña de una milenaria historia como pueblo –y como Estado– del Asia Menor. Es a partir de esas primeras invasiones que se inicia la política de vaciamiento de la población autóctona, la de «Armenia sin armenios».

      Luego de la conquista y ocupación por los turcos otomanos en el siglo XVI, la histórica Armenia occidental quedó incorporada y dividida en seis provincias o vilayetos dentro del Imperio otomano. La política de discriminación, hostigamiento y opresión contra los armenios en esas provincias continuó con mayor o menor intensidad durante las centurias siguientes y obligó a miles de familias a emigrar a otros países o a establecerse en sitios más «seguros» del Imperio, como la capital o las ciudades situadas en la zona occidental del mismo.

      Ya en la época contemporánea, entre 1894 y 1896 se ejecutó el primer exterminio masivo de la población armeniaen varias provincias del Imperio otomano. Cerca de 300,000 fueron las víctimas de las masacres del sultán Abdul Hamid II, quien pretendió de ese modo dar una «lección» a los armenios que bregaban por sus derechos. En 1909, poco después de que los Jóvenes Turcos asumieran el gobierno, la historia se repitió en la ciudad de Adaná, con la masacre de unos 30,000 armenios. Fue la prova generale de lo que vendría seis años después.

      El golpe de gracia llegó a partir de 1915 con el Primer Genocidio del siglo XX, que marca un antes y un después en la historia del pueblo armenio. Además del millón y medio de víctimas en las caravanas de la muerte hacia el desierto de Siria, la Armenia occidental fue vaciada de su población autóctona, modificándose así el cuadro de la presencia armenia en el mundo: la gran mayoría –los sobrevivientes del Genocidio y sus descendientes– se vio obligada a vivir desde entonces en la diáspora, fuera de su patria ancestral. Sólo una pequeña parte –la Armenia oriental– se salvó de correr la misma suerte y acogió a cientos de miles de refugiados, entre ellos unos 50,000 huérfanos.

      Concebido desde hace más de un siglo, el proyecto estatal panturquista pretende crear una unión de Estados de origen turánico que se extienda desde los Balcanes hasta el Asia Central. Con ese objetivo y para empezar, era necesario llevar a la práctica el lema «Turquía para los turcos». El obstáculo para la concreción de ese proyecto ultranacionalista lo constituían las poblaciones no turcas del Imperio otomano: armenios, griegos y asirios.

      Con la cobertura dada por la Primera Guerra Mundial, el 24 de abril de 1915 comenzó el Genocidio con el arresto, deportación y posterior asesinato de más de seiscientos representantes de la élite política e intelectual armenia en Constantinopla (Estambul). En mayo de 1919, Mustafá Kemal desembarcó en las costas del mar Negro y puso en marcha el plan de exterminio y expulsión de su patria histórica de más de 350,000 griegos del Ponto. Otro tanto ocurrió más tarde con los asirios en la alta Mesopotamia y con los griegos y armenios de Esmirna y sus alrededores en 1922. Hablar de estos crímenes de Estado como si se tratara de hechos aislados, no concatenados entre sí, sería un craso error.

      En 2007, la Asociación Internacional de Estudiosos del Genocidio (IAGS, por sus siglas en inglés), integrada por destacados expertos mundiales en genocidio, llegó a la conclusión de que «la campaña otomana contra las minorías cristianas del Imperio entre 1914 y 1923 constituyó un genocidio contra los armenios, asirios y griegos del Ponto y de Anatolia». Por su parte, el Papa Francisco, en su histórico mensaje del 12 de abril de 2015 en la basílica de San Pedro, hizo alusión al «genocidio de armenios, griegos y asirios».

      De lo anterior surge que se trata de un solo –en esencia el mismo– genocidio contra los pueblos no turcos del Imperio otomano. Un plan de exterminio premeditado, organizado y ejecutado en sucesivas etapas, primero por el gobierno de los Jóvenes turcos y a continuación por su sucesor kemalista, que empezó con los armenios en 1915 en la Armenia occidental y en Cilicia (en las costas del Mediterráneo oriental frente a la isla de Chipre). Las siguientes víctimas de la doctrina de la «solución final» fueron, desde 1916 hasta 1923, los armenios, griegos y asirios dispersos por toda el Asia Menor: el Ponto, Capadocia, la histórica Jonia griega, y una vez más, Cilicia.

      Se trata de un solo y mismo genocidio ejecutado, además, en tiempo récord: en menos de diez años desaparecieron, exterminados o expulsados de sus territorios ancestrales, casi tres millones de almas de tres pueblos autóctonos con presencia milenaria en la región. Y con ellos desapareció también su civilización y su patrimonio colectivo e individual. Patrimonio sobre el cual se edificó –literal y metafóricamente- la Turquía moderna a partir de 1923.

      Se trata de un crimen imprescriptible de lesa humanidad cometido en continuidad temporal por el mismo ejecutor, así se llamen Jóvenes turcos o Mustafá Kemal. El Estado turco, sujeto de derecho internacional heredero de esos gobiernos, es quien debería asumir la responsabilidad moral y jurídica del Genocidio que aún sigue impune. El mismo que se niega a aceptar y reconocer, pero que al día de hoy más de treinta Estados y Parlamentos regionales y nacionales –entre ellos los de EE.UU., Francia, Rusia, el Parlamento Europeo, y el Senado de México en 2023– han reconocido mediante resoluciones y declaraciones al respecto.

      Hoy Armenia y los armenios se enfrentan, una vez más, a la amenaza panturquista. Los fantasmas del pasado han vuelto a entrar en escena: la expulsión de los armenios de Artsaj (Karabagh) de sus tierras ancestrales en septiembre de 2023 –un desplazamiento forzado de población autóctona presentado como «emigración voluntaria»–, es la más reciente de las praxis de aquel proyecto iniciado cien años atrás. En este caso, del plan que pretende unir territorialmente Azerbaiyán con Turquía, sin la presencia ya de armenios en Artsaj y con el subsiguiente objetivo de apoderarse de la región de Syunik –pequeña porción de territorio armenio que separa ambos países– en el sur de la República de Armenia. 

      A 109 años de aquellos trágicos sucesos y ante los dramáticos acontecimientos del presente, los hijos, nietos y bisnietos de los sobrevivientes del Genocidio tienen el derecho a la memoria, la verdad, la justicia y la reparación, expresado en un claro mensaje hacia la comunidad internacional: reconocer y condenar aquel crimen de lesa humanidad y poner freno al negacionismo y a la impunidad, tanto de ayer como de hoy.

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