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Esa noche de enero, mientras la coca hacía efecto, Honduras era en lo único que pensaba. Los problemas con las maras le hicieron dejar el barrio Cortés, unas semanas antes. El calor se asentaba en la parte baja de su colon y su tío pasaba la noche en la cárcel. Desde ese viernes de 2015 nada volvió a ser lo mismo para Sergio, el hambre y un nuevo oficio lo atraparon en la Nueva Guatemala de la Asunción.

“Si querés ganar dinero, me dijo el cuate, vas a tener que hacerlo”. A sus 15 años y luego de vender tortillas en Tegucigalpa “darlas” era lo último que quería, pero el hambre y el frío no perdonan, recuerda. Con su primera experiencia tuvo problemas, pues ellos no le excitaban, pero algo había qué hacer. “El cliente no me quería pagar si no tenía una erección y de verdad necesitaba el dinero”. Finalmente, lo consiguió y se ganó sus primeros Q200 por un rato de amargo placer, pero el hombre no lo volvió a levantar.

Con el paso de los días y los clientes, llegó uno que le ofreció Q1,800 por lo que a nadie le había dado. El cliente lo quería y pagaría bien por tenerlo, aunque fuese laborioso. “Se portó amable y hasta un poco de coca me puso atrás para que no doliera tanto”, recuerda Sergio. De a poco fue cediendo, sin darse cuenta estaba toda dentro y ya no era el niño de Honduras que iba rumbo al norte.

Su padre, un marino, se ausentaba por largos períodos de tiempo de la casa y Sergio vivía al cuidado de su mamá. Entró en las maras, recuerda y llegó a ocupar el cargo de “tracanero”. Una especie de encargado de orden y de castigar a los miembros de su grupo que no obedecían. “Si yo no les pegaba y les hacía ver sus faltas, a mí me golpeaban”.

En un vano intento por dejar al grupo criminal y molesto por lo que le tocaba hacer, Sergio se separó de la mara. Pero, horas más tarde, su casa, una modesta vivienda de madera y lámina recibió una descarga de plomo. Con el miedo a tope y a sabiendas de que sus excompañeros no pararían hasta matarlo tomó la decisión. “Los Estados Unidos era el plan”, recuerda.

Junto a su tío comenzaron el viaje y la primera parada fue la gran ciudad de Centroamérica. De allí pasarían a México y finalmente al norte perfecto. Pero, la suerte no estaría del lado de los familiares, pues una noche en el Centro Histórico cambió los planes. Rubén, el hermano de su mamá fue detenido en un confuso incidente, donde alguien resultó herido.

Con poco dinero para comer y la noche del hotel pagada, los Q15 que le quedaron en la bolsa no lo llevarían muy lejos. Deambulaba por el Parque Central, abatido y sin saber qué hacer se topó con otro joven que parecía saberlo. “No sos de por aquí, ¿verdad?”, me dijo. La “s”, que más sonaba como una jota lo reveló ante el extraño.

Palabras más y menos, el desconocido le hizo la propuesta que le cambió la vida. Según él era simple, recuerda Sergio. Tenía que pararse en la esquina, frotar su entrepierna, mientras los faroles de los autos que pasaban le alumbraban y alguien se detendría. Y así fue.

Un corto recorrido a los hoteles que se localizan por la Cruz Roja y a la mañana siguiente, Sergio sabía lo que era estar con un hombre. Uno que se negaba a pagarle si no tenía una erección. Y así comenzó en el negocio de recibir Q200 por ser activo y Q300 como pasivo con los clientes de la zona 1.

“Una vez me tocó uno que me pagó servicio de activo y quería penetrarme, pero le dije que me pagara la diferencia y como no quería me pegó”.- Sergio

Cuatro años después ya no hace falta coca para ahuyentar el dolor, “hace falta para salir a trabajar”, asegura. Hoy, vive con una compañera a quien llama su pareja y que también se dedica al alquiler del cuerpo. Los fines de semana, en Mixco, procuran una vida de novios. Una donde no se discute el oficio del otro y tampoco se pregunta ¿cómo te fue?

“Evitamos hablar del tema pues a ella le molesta que me vaya con hombres, con las mujeres no le importa”.- Sergio

Cada uno se procura el sustento para pagar el cuarto, la comida y en el caso de Sergio un poco de dinero más para mandar a su mamá. Eso sí, luego de pagar a los de la Mara Salvatrucha el 70 por ciento de lo que ganen durante la noche en las calles.

Allí, en los alrededores de la Biblioteca Nacional, en cada cuadra hay un encargado que se dedica a ver y contar los carros que se llevan a sus trabajadores. Y es con base a estos viajes que se les aplican los descuentos. “Pagamos Q125 semanales por el derecho de pararnos en la esquina y luego una parte de lo que hacemos con los clientes”, asegura.

“Si uno no paga, a la tercera vez le va muy mal. Hay compañeros que han aparecido en La Verbena descuartizados y todos sabemos bien por qué fue”.- Sergio

A pesar del miedo y el hambre, Sergio mantiene dos principios. Ninguna cantidad de dinero vale que dé besos en la boca o que se preste para cosas raras, aunque eventualmente un trío le puede generar el doble de ganancias por el mismo viaje. “Yo doy por lo que me pagan y luego de vuelta a la calle a seguir trabajando”. Además, asegura que no volvería a Honduras, pues, aunque la noche en Guatemala es difícil, más lo es la vida diaria en Tegucigalpa.

La más triste anécdota

Para Sergio ayudar a sus hermanos migrantes, los grupos de hondureños que pasan por la capital, ha sido siempre una prioridad. El año pasado que vinieron muchos les orienté qué hacer y no hacer y hasta le di posada a uno en el cuarto. Pero, su paisano le pagó mal la ayuda. “En la noche se llevó la bicicleta que tenía y según supe la fue a vender por Q100”.

Desde entonces, el aporte de Sergio a sus connacionales se limita a darles Q15 para un tiempo de comida o instrucciones de qué lugares evitar. “No es ser mala onda, pero está pisado que uno ayudándoles y ellos le vengan a huevear”, asegura. 

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