A espaldas de Nuestra Señora del Rosario ya no se vende sexo imagen

Por un momento, en los últimos 100 años, se dejó de vender sexo a espaldas de Nuestra Señora del Rosario.

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Al igual que las vías del ferrocarril, la línea que define la fecha en que todo comenzó se desdibuja en el tiempo. Para unos fue en la década de 1960, otros dicen que desde principios del siglo pasado ya se comerciaba con sexo en el barrio. Como fuere no importa, pues en un sector icónico de la Ciudad de Guatemala, a espaldas de la Virgen del Rosario, ya no huele a perfume barato y los gemidos comprados no resuenan en la calle.

Fue en cuestión de horas que la orden de abandonar los colchones y cerrar las puertas se hizo efectiva. El pasado 13 de marzo, todas debían dejar de atender o serían llevadas a prisión. Como pudieron colocaron sus telenques en bolsas y maletines, y luego de algunas llamadas la famosa “Línea del Tren” quedó en silencio.

Del lugar, aparentemente solo, están a cargo José y Carlos. El primero es un tuerto con problemas de alcohol, pero de muy buena disposición ante la crisis. El segundo, un tendero que tras la desaparición de “las patojas” se quedó con las cervezas en el refri.

José duerme donde una de sus contratantes se gana la vida. La puerta abierta del cuarto de dos por uno y medio tiene una reja para dejar escapar el vaho a placer luego de ganarse Q20. Dentro no hay más que un colorido colchón, una mesita y una silla plástica, y desde la grada en la entrada el dúo hace lo suyo, mientras pasa el calor del día.

Y en representación del Estado, el sector lo custodian dos agentes de la PNC, “Jacinto” y su esquivo compañero. Mientras Carlos y José se encargan de que nadie saque las cosas de los cuartos, ellos velan porque ninguna quite el candado de la puerta y comience a trabajar.

Ante el miedo al saqueo, las ausentes contrataron al tendero y el tuerto para cuidar sus espacios. Cerveza en mano y con actitud desafiante, José cuenta que hoy es el encargado de cuidar los locales de placer y Carlos es su ayudante. “Nos quedamos para cuidar el lugar y esperar a que vuelvan ellas”.

Pero no todas las niñas dejaron el lugar, “Vany” (cuyo nombre real es Violeta), aún están allí. A puertas cerradas y con mayor sigilo tratan de sobrevivir en tiempos del COVID-19. Las luchadoras, las que se niegan a abandonar su sitio en la urbe, tienen hambre y ganas de seguir trabajando. Y lo hacen de la única forma que saben, a piernas abiertas.

A diferencia de otras, “Vany” no tuvo familia que la recibiera para guardar la cuarentena, pues no aprueban su oficio. En Sanarate, El Progreso, hay familia, y la hay grande, pero no cama ni cuarto para “Vany”. Fue desterrada luego de que llegaran noticias de lo que hacía en la capital para ganarse la vida. Sin clientes y con necesidad de comer se las ingenia, junto a las que no claudican, para sacar un poco de dinero.

“Muchas se regresaron a sus pueblos para seguir trabajando mientras tienen cerrado aquí”. – Vany.

La puerta de “Vany” y sus compañeras no se abre, más que para ir a dormir o salir a prestar sus servicios en pensiones cercanas. Las más atrevidas, no “Vany”, hacen pasar como familiares a sus clientes y en menos de lo que dura la “Tusa” los despachan.

Se las ve caminando como quien viene de hacer un mandado, una bolsa plástica y una conversación ligera disfrazan la conquista ante la mirada de Jacinto y su alero. Luego, con un gesto amable, le dan la bienvenida a su falso pariente y lo invitan a pasar. De igual manera, simulando saludos a familiares, los despiden luego de finalizado el acto.

Todas cobran Q10, la mitad de lo que normalmente se paga, pues la crisis ha obligado a repartir lo poco que cae de dinero con los dueños de los hospedajes. Ahora bien, si el servicio es en sus propios locales la regla de Q20 sigue vigente, aunque este es la menos común porque no se debe incomodar a nadie.

“Vany”, quien normalmente se quita el calzón unas doce veces al día, hoy no lo hace más que para dormir y otra por ganar algo. “Tengo que seguir ganando algo, pero así la cosa no sé cuánto voy a durar”. A pocos metros del portón de la cuarentona, en la tienda de Gabriel, solo las moscas entran. “SE VENDEN ELADOS Y AGUAS”, reza el papel. Pero hoy no pasa ni quien se lleve el aire. Del otro lado, por encima de la línea, un local cerrado cuenta otra historia. La oferta de litro con boquitas ha caducado, pues con las niñas lejos no hay cliente que haga parada en el lugar para agarrar fuerzas antes de aventarse una.

El mingitorio de la esquina ya no huele a orines y el musgo del piso se ha secado. Dos semanas sin quien los use y los perros de la calle se han apropiado de ellos para dormir la siesta en las calurosas tardes de marzo. Mientras, el caos vehicular reina en la zona 1 porque la hora del toque de queda se acerca; dos de ellos descansan donde antes se descargaban las cervezas que vendía Carlos. La línea está en silencio y sus pocos visitantes pasan, mascarilla al rostro, apurados. Con paso largo y constante, dejan tras de sí las puertas con candado, donde nadie se para a llamar clientes.

José, el fiel guardián, asegura que falta poco para que las cosa vuelvan a la normalidad. Mientras tanto, será hasta después del viacrucis y la resurrección que a espaldas de Nuestra Señora del Rosario el olor a perfume y los gemidos pagados regresen a la “Línea del Tren”.

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