La Columna del Haber: Por Vania Vargas imagen

Hacer una casa dentro del cuarto de una casa, de eso se tratan los pequeños universos infantiles.

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Partida doble: la columna del haber

Vania Vargas

I

Hacer una casa dentro del cuarto de una casa. De eso se tratan los pequeños universos infantiles. Buscar un pedazo de suelo entre dos camas. Armar algo que se parezca a una cueva, un útero, esas guaridas primigenias. Calcular una entrada por la cual se pueda atravesar de rodillas, como quien ingresa a un santuario, a una madriguera. Izar las sábanas como esas carpas donde emergen los asombros ambulantes. Pensar que es un angosto carromato inmóvil en la parte trasera de algún campo baldío que nos pertenece momentáneamente. Preparar rendijas como las únicas ventanas necesarias. Todo lo que importa está adentro donde cabemos por completo. Habitarlo solo con las cosas fundamentales: unos cojines, unas sábanas, unos cuantos personajes. Y con los ojos bien abiertos desaparecer para las noches cotidianas, las noticias en el televisor, el silencio de papá, el reloj en la misma hora de ayer. Un juego evasor que con los años anhelaremos y buscaremos repetir ciertas tardes en madrigueras propias y ajenas. Donde con una mínima compañía izaremos las sábanas para vernos a los ojos, para imaginarnos menos perdidos, menos solos. Esos juegos de niños que nunca dejan de terminar en lágrimas.

II

Las ciudades son criaturas nocturnas. Las ves por las mañanas, lentas, grises, casi muertas, de no ser porque rugen, se desesperan, se les forman ojeras bajo las ventanas desde donde parece que se observaran a sí mismas, como un narciso sin asombro ante su reflejo deformado. Es hasta que se va el sol cuando empiezan a espantarse los zanates, les vuelve el color, respiran mejor, se les dilatan sus millones de pupilas, se destapan, parece que les ardiera el pecho con un fuego irregular y tembloroso. Entonces, en representación del nuevo hombre, uno busca los lugares altos en el ritual del fin del día, para contemplar, previo al aullido, hasta donde la vista lo permita, todo ese terreno parcialmente explorado que siempre será ajeno, el guiño de los semáforos en las esquinas lejanas, el parpadeo de las ventanas sin cortinas, los edificios más altos como tótems de luz, como las piezas de un gran tablero que uno podría escoger, levantar con dos dedos, guardarlas en el bolsillo como un talismán que por las mañanas refracte la luz, y que por las noches nos multiplique la luna. Salvar así a la ciudad por pedazos, para recordarla esplendorosa cuando por la mañana el gris de nuevo la consuma, y ella misma vuelva a olvidar que, por las noches, tiene la capacidad de verse hermosa.

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