Recados para el alma: El Blog del Gordito imagen

Juana, quien hacía unos recados de otro mundo, terminó yéndose de la casa para ir al Ejército.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

– A Juanita y ese pepián de quiché tan sabroso.

Con los calores de estos días no puedo evitar escribir esta columna tomándome una mi cimarrona cargada de sal y limón. Y entre cada oración un sorbito me refresca la cabeza. Desde que comencé el proceso de mejorar mi salud a través del mindfulness he descubierto cada vez más cosas sobre mí. Sobre mi relación con la comida, y también sobre la relación que tengo con mi cuerpo. Pocos meses han pasado y me siento en un punto de inflexión.

Les juro que ahora sin quererlo como más lentamente. Me he sorprendido con más de treinta minutos desde que me senté a comer y el plato aún tiene islas de comida. Me encuentro conversando con mi esposa o con amigos del trabajo saboreando cada bocado. Uno de los ejercicios que más me ha ayudado a lograr eso es comer de mitad en mitad. Primero la mitad del plato y me detengo. Pienso en cómo me siento, a qué sabe la comida, y si quiero seguir. Luego la otra mitad y la otra mitad hasta que me detengo o se terminan las mitades en partes indivisibles.

Antes me apresuraba a tragarme la comida. En unos diez minutos ya me había terminado el plato, un plato repleto que quizá ni quería, pero hacerlo era un logro en mi casa. Les explico. Soy el hermano mayor de dos pisados con los que crecimos en un entorno competitivo, no académico, ni de agradar a nuestros viejos, sino de hartarnos.

Mis dos tatas siempre chambearon de ocho a cinco, así que el desayuno era de manera individual: cada uno a su tiempo, con algún noticiero de la televisión con ruido de fondo. Para la cena ya todos estábamos cansados, y pasarse más de 25 años comiendo huevo y frijol –no es chingadera, de veras, mi mamá hacía huevo y frijol todas las noches sin excepción– simplemente te quita la gana de comer a lo bestia.

Pero el almuerzo, ah, el almuerzo era una maravilla. Siempre hubo una trabajadora del hogar con la que cada uno de nosotros crecimos. En mi caso fue Helena, mi hermano mediano fue Juana y el pequeño fue María. Cada una, a su manera, cocinaba desde sus mundos. Helena tenía apenas dieciocho años y solo recuerdo que me encantaba una ensalada de remolacha que hacía. Y María tendía a freír todo lo que se le pasaba por el camino.

Pero Juana… por dios santo. Ella hacía unos recados de otro mundo. Jocón, hilachas, revolcado, lengua, lo que fuera, le daba un toque como si se hubiera hervido en una olla de barro. Pero de todas las cosas que hacía, nunca se me va a olvidar el pepián. No sé qué combinación de chiles y especies usaba. Solo sé que era perfecta. Los ejotes, la papa y la zanahoria flotaban con manchas de grasita anaranjada en la superficie, todo hervido con una lentitud digna de la evolución.

La novela triste

Juana terminó yéndose de la casa para ir al Ejército. Llegó a cabo, conoció a un hombre con quien se casó y regresó a su natal Quiché. Tuvo dos hijos a los que mi mamá amadrinó en La Recolección entre medio ciento de niños que se bautizaban de forma grupal. Pero por la precariedad tuvo que trabajar, paró de mesera en un prostíbulo donde se volvió alcohólica. Una noche cualquiera regresó a la casa para buscar trabajo. Se quedó a dormir y al día siguiente desapareció con todo y un litro de whisky. Su esposo la encontró de vuelta en Quiché. Para una novela tan triste como la Guatemala misma.

La cosa es que con mis hermanos llegábamos del colegio al mismo tiempo… Y el primero en llegar a la mesa era quien se servía lo que quisiera. De ahí tomamos el hábito de servirnos los grandes platos, aunque no supiéramos cuánto íbamos a comer, porque no fuera a ser que por recatados nos quedáramos con hambre y se hubiera acabado alguno de los recados de Juana. A la fecha mi hermano mediano sigue comiendo como aspiradora; él jura que es porque no tiene tiempo para su carrera de medicina. El más pequeño siempre se resignó a comer menos por su condición de último, así que siempre ha sido de la boca pequeña.

Pero ahora que ya como más lentamente y que trato que cada papila gustativa se dé su gusto, es que más extraño probar un recado de mi infancia. Vivo a la espera de que algún día, sin quererlo, me tope en un comedor donde algún genio culinario logre imitar siquiera el pepián de Juana, y que al igual que Anton Ego en Ratatouille, “me toquen en lo más profundo del alma”. 

EL BLOG DEL GORDITO




Fanático de Chef’s Table y Master Chef. Soy panadero comercial, gourmet y galletero egresado del Intecap. Tipo de buen diente, aficionado a la cocina. El hijo tropical de Anton Ego y Julia Child.

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