El blog del gordito: Nadar es creer imagen

Cuando tenía cuatro años, mi mamá –por alguna razón que desconozco– decidió meterme a natación durante unas semanas.

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A veces no puedo evitar pensar que mi vida ha sido bastante tranquila, que no tengo mucho de qué quejarme. Pero con esta columna cada vez me doy cuenta de que mi infancia estuvo plagada de muladas. Quizá de tanto ver tele o estar leyendo se me olvidaba que en el mundo real también me pasaban cosas. Y una de estas se me vino hace poco con el tema de la natación.

Como les había contado la vez pasada, me metí a la piscina olímpica de la zona 5 porque de alguna manera es el único ejercicio que a la fecha –no, no he practicado todos– me gusta y no me aburre. Luego del fiasco del gimnasio, me obsesionaba con las repeticiones hasta el aburrimiento total. Quizá las clases de spinning se acercan un poco, la de zumba los viernes. Pero no hay nada como poder nadar; es un constante reto para mí.

Cuando tenía cuatro años, mi mamá –por alguna razón que desconozco– decidió meterme a natación durante unas semanas. Seguro algún curso de vacaciones para que su hijo hiperactivo tuviera dónde sacar algo de esa energía. Y a pesar de que muchos años después visité la misma piscina de la zona 2, nunca dejó de parecerme aquel inmenso campo azul y profundo. Decir que tiene más de quince metros de largo sería mentirles.

Pero con eso y todo estaba emocionado. ¿Cómo no? Me encantaba la idea de poderme meter al agua. Así que mi primera reacción, cuenta mi mamá, al ver la piscina y haberme puesto la calzoneta y haberme embadurnado con bloqueador fue sin pensarlo un segundo tirarme al agua con todo. Me fui para abajo y me comencé a ahogar. 

El instructor me sacó… y yo, llorando. Fue la cosa más horrible porque acercarme a las piscinas aún hoy en día me produce un vacío en la panza. Me da “ñáñaras” ver lo hondo.

Al día siguiente, y los otros cinco más, no quería ir a nadar, me daba terror. Creía que me volvería a hundir en lo profundo. El instructor se acercó a mi mamá en el séptimo día. “Mire, señora, ¿usted me da permiso de enseñarle a su hijo a nadar?” Ella, incauta dijo que sí, que no había ningún problema. Él todavía le advirtió que su método no era muy “ortodoxo”, y lo dijo con esa palabra porque de toda la conversación recuerdo tan claro como poza de Semuc Champey que después del “ortodoxo” me agarró de la cintura y me comenzó a arrastrar hacia la piscina.

No podía dejar de gritar viendo que me llevaba a la fuerza y mi mamá con cara de cagada. Desde el umbral con ventanas de un tono ámbar ella vio que el instructor me tiró a la parte más honda del agua. Y como pude con los ojos abiertos traté de acercarme a la orilla mientras el tipo me gritaba que “podía”. Pocos segundos y poca agua en la boca, pero llegué a duras penas. Salí y el instructor me volvió a tirar a lo hondo. Ya con los ojos rojos volví a salir ya menos asustado y más histérico que otra cosa. A la tercera me agarré de los tirantes de la camiseta del fulano hasta que se tuvo que venir conmigo al agua. Me soltó y me dijo que nadara a la orilla. Llegué y salí.

De más grandecito mi pedo ya no era saber o no nadar, sino mi cuerpo. Acostumbrado a ser el gordito de mis primos me fui acomplejando y meterme a nadar no me era tan atractivo como en otros tiempos. 

Para un curso de vacaciones, esta vez en el Club de Oficiales, con tal de no entrar a nadar me robé una receta de mi mamá donde decía que tenía una infección en el oído y que no podía.

Todavía me da algo de cosa ver la piscina de clavados, pero le hago gancho. Lo mismo con salir a la piscina con mi “calzonetía” toda ajustada (no dejan usar bermudas en la piscina olímpica). Y también tengo una perpetua paranoia de que alguien me va abrir la mochila para robarse el celular mientras nado. Pero por lo demás nadar sigue siendo tan relajante como fumar mota, la primera chela de un viernes en la noche o despertarse tarde un día entre semana.

Y cada vez que doy las brazadas mientras siento que me voy a desmayar antes de llegar a los 800 metros no puedo dejar de pensar en ese instructor. Creo que se llamaba Mario. De niño siempre juré vengarme y hacerle pasar por todos los infortunios que atravesaban los ladrones de Mi pobre angelito. Aunque si lo viera hoy le diría que gracias a ese su modo tan mierda no solo aprendí a nadar, sino a que también podía creer en mí.

EL BLOG DEL GORDITO: POR JUAN DIEGO OQUENDO




Fanático de Chef’s Table y Master Chef. Soy panadero comercial, gourmet y galletero egresado del Intecap. Tipo de buen diente, aficionado a la cocina. El hijo tropical de Anton Ego y Julia Child.

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