Es por cumplir la cosa. Vamos a regañadientes tratando de sacar a flote lo que nos quede de optimismo político, tratando de socavar la apatía que despiertan los partidos políticos, prácticamente todos y cada uno de ellos. Son pocos los que han trazado planes de trabajo reales y son menos los que tienen la capacidad de cumplirlos. Tras bambalinas, como personajes de película de terror, respiran espeluznante los que vienen a lucrar del Estado. “Que aprovechen” dicen los amigos, un “de paso que se dejen caer con algo” va implícito.
Mientras escribo esto aún no han sido las elecciones: nadie ha ganado y nadie ha perdido. Las encuestas, por otro lado, aseguran una segunda vuelta, predicen el futuro con tanta certeza que me cuestiono a quién le preguntaron. Todo depende quién diga qué y ese “quién” no siempre es la gente común.
Guatemala es más que un centro comercial, más que un mercado de artesanías en Antigua, más que las ruinas de Tikal. Tenemos tantas ganas de sentirnos orgullosos del terruño, pero socialmente estamos devastados. Todas las tardes, después de su jornada de trabajo, los vecinos de mi colonia pasan de casa en casa vendiendo quesos, flores, panadería, ropa, lo que se pueda porque un sueldo no es suficiente. Así, “hay que aprender a estar agradecidos”, el desempleo es desconcertante.
Y se nos va la vida tratando de agradecer cuando nos escapamos de las inminentes desgracias: que no nos mataron hoy, por ejemplo; que tuvimos suficiente agua potable o que no usamos un hospital público, porque recientemente aprendí que hay lista de espera para cirugías a las cuales se entra tras varios días de espera, urgente o no. Mientras tanto, asegurar un puesto en el gobierno parece convertir a cualquiera en una Marimar de la vida real: con dinero de la noche a la mañana.
Esta vez rompemos la rutina de domingo, votando a regañadientes como quien no quiere la cosa porque el peso de la corrupción no solo aplasta, también empuja. Van caravanas de simpatizantes con altoparlantes estrepitosos, desagradablísimos, con jingles publicitarios desesperantes (quién sabe si pagaron esos derechos de uso, apostaría a que no) tratando de convencerme con rimas para que vote por ellos. Así, quieren que les venda mi voto a cambio de exceso de ruido. Es poético hasta la médula.
Voy a votar porque ¿ya qué? Estamos entre ponernos la soga al cuello o que alguien más la ponga por nosotros: no hay quite. La infelicidad y la pobreza es proporcional a tus grados de separación con el Gobierno, o sea, mientras más cerca menos pobre, mientras más lejos, más. Autorecetarse sueldos es el negocio más lucrativo del país, el único me parece.
Vamos a votar hartos de fingir que habrá diferencia: la papeleta del Parlacen es un chiste sin gracia para drenar nuestros recursos. Tiramos la casa por la ventana, nuestra propia casa por la ventana, para hacer una fiesta perpetua llena de lujos y desfachatez a la que ni siquiera estamos invitados.
Vamos a votar, pero no le creemos nada a nadie, sépanlo.
.
.
.