Tubitos de cáncer en los labios imagen

El cigarro siempre fue una sombra para mí, y aunque estuvo presente desde wiro, llevo tres años sin fumar. Una de las mejores decisiones de mi vida.

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La primera vez que recuerdo haber tenido un cigarro entre mis manos habrá sido cuando tenía unos cinco o seis años. Seguro mi papá me mandó a la tienda a comprarle un Rubio rojo en la tarde. Salí de la casa dejando la puerta abierta, llegué a la esquina y entré donde doña Meri. Le pedí el cigarro, le di los diez centavos y entre el plástico que envolvía la cajetilla me traje el tubito blanco de papel envolviendo viruta café. Seguro mi viejo encendió el cigarro y yo me quedé con lo que más preciaba: la bolsita rectangular.

Sabía que al rato iría con mi abuelo, lo sacaría de la fábrica de suéteres evadiendo todo el vapor del planchador inmenso para ir al Parque Isabel La Católica. Ya entre los árboles y flores que el jardinero cuidaba con inmenso recelo, nos acercamos con mi abuelo a la fuente, y como era el mes, con la bolsita de los cigarros nos dedicamos a rescatar zompopos de mayo que habían caído en el agua cansados de tanto volar.

Tuvo que pasar otro lustro para que mi relación con los cigarros cambiara. Entre Navidad y Año Nuevo me pasaba los días quemando cohetes de una ametralladora recién despenicada. Entre una lata grande de leche Nido metía los cohetes y uno a uno los iba quemando con una carterita, raspando la mecha contra la barra café. Pero el proceso era demasiado lento, y la carterita se rompía. La solución fue un cigarro.

Fui a la tienda a comprar un cigarro, esta vez ya costaba una choca y doña Meri había muerto, solo quedaba doña Mina guardando ese aroma a tienda de barrio con muebles de madera y tapitas de cerveza en el suelo. El problema no fue encenderlo, sino mantenerlo, así que le di una bocanada al cigarro ahogándome con el humo.

Fumé el primer cigarro a los catorce. Una tarde, antes de ir a una fiesta de quince años, le robé un cigarro a la cajetilla de mi viejo, y en la terraza junto al chucho pegué los labios al filtro y jalé y jalé y jalé hasta marearme. Después, en todas las fiestas de quince años a las que iba arrastrado por mi amigo Minor, fumaba uno o dos cigarros, pensando que aunque no bailara y el saco fuera tan grande como para tapar una marimba, me miraba importante con el palito blanco entre los dedos.

Sin querer queriendo era uno de los 1.3 millardos de fumadores que estima la OMS que hay en el mundo.

A los dieciocho decidí volverme un profesional y adopté el cigarro como un vicio que llevaría hasta la tumba. Fumaba una cajetilla diaria y varias veces intenté dejarlo. Hasta que supe que sería papá y como la viejita de Titanic, lancé la cajetilla al basurero con un suspiro corto. Las primeras semanas fueron difíciles. Luego se me pasó esa necesidad compulsiva. Y a la fecha aún me sorprende haberlo logrado.

Aunque pienso en fumar a veces, y otras cuantas sueño que lo hago. Pero despierto y no voy corriendo a la tienda a comprar uno. Han pasado tres años y sé con toda la certeza del mundo que cuando esté moribundo, cuando me diga el médico que ya todo valió madres y que me la pase lo más cómodo posible en esos últimos días, si nada me lo impide, voy a echarme un cigarrito para descansar. ¿Qué es un clavo de ataúd para el siempre adicto?




¿Qué pasa cuando dejamos de fumar?


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