Coloqué tres botellas de agua pura en el piso, me desvestí hasta quedarme en bóxers y me acomodé en la colchoneta. Luego encendí mi laptop y, dirigiéndome a mi erección, exclamé, “Bueno, cerote. Esto es lo que querías: atención. Solo te advierto que de este cuarto no saldremos los dos vivos”.
Lo que siguió a continuación fue un carrusel de estimulación sexual continua. Pasando de los contenidos de tipo liviano, como conciertos de Patty Manterola, a Softcore Erótico, Pé-o-vés, Bondage, Maduras y Universitarias, entre otros.
La euforia inicial de la erección poco a poco dio paso a la incertidumbre de cuánto tiempo duraría aquella extravaganza. Yo me encargué de extender nuestro estado a través del Viagra, la relajación, las técnicas respiratorias, los ejercicios de Kegel y una sandía completa.
Siete horas después, la erección maldita rogaba por mi piedad, “Por favor, Marco Tulio, libérame. Otórgame el dulce desahogo de la muerte”. Y así lo hice. Exploté, acabando con mi némesis vengativo.
Al salir al patio los brazos continuaban temblándome y la luz directa de la luna golpeaba mis ojos. Encendí el teléfono y llamé a mi esposa. Le dije que se había corrido lo de los alemanes para otra fecha. Cuando me preguntó que por qué no llegaba y que dónde anduve todas esas horas, le conté que me había encontrado con un amigo de hace añales.
“Pero no creo que nos volvamos a ver”, le comenté, “Nuestros intereses han cambiado mucho”. Y luego de una pausa agregué, “Es como si él siguió siendo el mismo del colegio. Nunca creció”.