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Monsanto juega entre la realidad y la ficción relatando historias que habitan en la frontera de la realidad y el miedo.

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ALMA PERDIDA. Por Guillermo Monsanto

Poseedor de innumerables títulos nobiliarios, don Manuel de Alcoberro y de La Fuente, por fin arribó a Santiago de Guatemala un lluvioso 10 de mayo de 1649. Cinco meses duró la travesía y los cinco se la pasó maldiciendo su suerte, a las tierras colonizadas en ultramar y a todos sus habitantes. La necesidad de un consultor, experto en interpretación de las nuevas leyes, hizo que de Salamanca le mandaran directamente al confín del mundo conocido. También tuvo que ver su mal carácter. Los otros académicos no encontraban las horas de deshacerse de él. Era un hombre de férreas costumbres religiosas y de una soberbia proverbial. Salvo Dios y el Rey, no había nadie por encima de él; para él era mejor creerlo que dudarlo.

Sus credenciales le daban prebendas de oficio y ciertos poderes que, muy a su pesar, encontraron muchos topes en la administración local. Aun así, su voluntad y su perseverancia, consiguieron minar la resistencia de las autoridades que en algún momento se le opusieron. Siempre encontró la manera de enredarlos y hacerles dudar. Su lema, “erradicar la corrupción” del sistema. En lo social solo tenía contacto con los clérigos de Santo Domingo en donde presenciaba la misa, con gentes de “su clase” y con los políticos en el poder. No recibía a nadie en su casa de habitación, de la cual renegaba por sentirla indigna de él y de su familia. Medio centenar de habitaciones repletas de objetos de todas clases, ordenados y clasificados, pero aun así él percibía el caserón como poco agraciado. Y la lluvia. En el país no paraba de caer agua.

Meses después, muy contrariado, tuvo que caminar del brazo de su hija del Palacio de los Capitanes Generales hasta su palacete. Su carruaje no había llegado a tiempo y él no estaba acostumbrado a esperar y menos a un cochero. María de las Mercedes, entusiasmada le hizo pasear hasta que terminaron en el atrio de San Francisco el Grande. Él, muy impresionado con la edificación, se dejó llevar sin percatarse del pordiosero que pedía limosna a sus pies. Tropezó con él y cayó al suelo. No hubo poder humano que salvara a aquel infeliz de los quince fuetazos, las patadas y el sin fin de tortazos que el caballero le propinó sin ningún tipo de piedad. Un hermano franciscano, observante de la regla de la pobreza, se puso en medio de él y el mendigo. Por alguna razón el fuete se detuvo en el aire. El pequeño fraile, con una dulzura que aplacó su furia, dijo “acordaos hermano que un alma tenemos y si la perdemos no la recobramos”.

El disgusto le llevó a la cama sin que los médicos pudieran hacer mucho. El propio obispo lo visitó todos los días para darle la comunión hasta qué, el 4 de marzo de 1651, un terremoto se trajo otra vez la ciudad al suelo. Casi paralizado, abandonado a su suerte tras la muerte de su familia durante el seísmo, sin poder articular palabra por la paraplejía, y en medio de la emergencia que no distingue rangos, don Manuel fue llevado al hospital de pobres para ser atendido por las hermanas de la caridad. Allí murió de indignación, tendido hombro con hombro al lado del indigente que días antes había golpeado frente al Hermano Pedro, cundido de piojos. 




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