Budismo zen para comer imagen

Se puede estar sano sin tener ese cuerpo de adonis. La idea es simple, como si fuera un precepto del budismo zen: preste atención a qué come, cómo se lo come y qué siente cuando come.

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En octubre comencé a escribir esta columna quincenal, y desde entonces me tomé muy a pecho el lema de “rompe la mentalidad de la dieta” que lleva mi nutricionista a todas partes. Su clínica, Grayt, propone un estilo de vida de salud y bienestar sin tener que torturarse con comer unos cuantos gramos de carbohidratos a la semana, o restringirse alimentos o tomar durante una semana solo licuados para bajar esas cinco libras de peso para que cierre el botón del pantalón. Más aún, no lo pesan a uno.

Si esta es la primera vez que me está leyendo… yo sé, yo también me reí al principio y pensé que solo se trataba de un truco publicitario para atraer más clientes. Resulta que no, que es cierto. Que se puede estar sano sin tener ese cuerpo de adonis. Todo está en la sangre y los laboratorios. Y la idea es simple, como si fuera un precepto del budismo zen: preste atención a qué come, cómo se lo come, qué siente cuando come y comprenda que comer es un ritual psicosocial que puede estar lleno de trastornos internos y externos.

Con cada cita, mi nutricionista, maestra del #mindfulness y el #intuitiveeating, me va ayudando a reconocer esos trastornos y me da ejercicios y técnicas para perdonarme y perdonar a la comida. Para aceptar mi cuerpo. Sí, se que suena a locos y si usted quiere como todos los anuncios “lucir su figura en el verano” esto quizá también sea para usted. A la fecha sigo aprendiendo y entrenando, tratando de hacer también más ejercicio y movimiento. Tratando, porque de vez en cuando olvido que existen las gradas para subir a mi apartamento y me monto en el elevador cual niño que hace trampa en un examen.

Y justo cuando sentía que ya no me afectaba el tema de las dietas, tuve que ir al IGSS a que me dieran mi medicamento para reprimir la mutación del gen 19 en mi ADN (hipercolesterolemia familiar). Aparte del estrés que me produjo enterarme de que solo me quedan tres meses de seguro social en lo que encuentro un trabajo en planilla, la cita con la especialista fue como una patada en la trompa. Pero déjenme explicarles por qué.

Hace seis meses pesaba 235 libras, y la verdad me había olvidado del número hasta la semana pasada, cuando el IGSS lo pesa y le toma la presión a uno. Me dio miedo porque pensé que como no estuve haciendo dieta en tanto tiempo, de fijo iba a haber subido de peso. Me di cuenta que el bendito número que resulta de la fuerza gravitatoria sobre mi masa, así de arbitrario, sigue como una lápida sobre mí. Salí de la clínica minúscula sin preguntar cómo estaba, y tampoco los enfermeros me dijeron.

Varias horas después de estar sentado leyendo los cuentos de Raymond Carver, que en mi etapa de desempleo tienen más sentido, me llamaron a la clínica dos. La doctora me saludó, me invitó a sentarme y comenzó a revisar mi expediente.

– Sí pues. ¿Usted por qué toma hiprofibrato y atorvastatina?

– Me diagnosticaron hipercolesterolemia familiar y me dejaron eso desde entonces.

– Sí, es que eso se lo tiene que tomar de por vida.

– Dejé de tomar los medicamentos un mes para ver si de verdad eran tan necesarios.

La verdad es que dejé de tomarlos por huevón. De pendejo perdí la cita un martes en el IGSS y me valió madre. Cuando pasó el mes me hice examenes de sangre que me pidió mi nutricionista. Y aunque los índices de colesterol malo, triglicéridos y ácido úrico habían subido unas cuantas decenas por mililitro de sangre, no era tan alarmante como hace más de un año.

– Mire señor Oquendo, usted está mal. Sus exámenes no están tan mal, pero su peso es demasiado. Está por las 224 libras. Tiene que estar pesando 180 por su altura y edad. Va a tener que dejar de comer pan, mucho carbohidrato, mejor ensaladas. Y tiene que hacer ejercicio. Lo espero en tres meses a ver cómo va.

Me dieron mis recetas, mi bolsita de papel con el chingo de pastillas y regresé a mi casa. Iba en el carro pensando que tal vez sí, que de plano tenía que bajarle a los panitos, y mejor solo comprar tortilla para la cena. En esas iba cuando caí en cuenta de que había bajado once libras desde la última vez que me pesé. ME CAGUÉ.

A pesar de que el proceso de romper la mentalidad de la dieta se trata de olvidarse sobre el peso, sentí alegría de ver que mi cuerpo, al prestarle atención, se iba ajustando lentamente no a los estándares de peso que dicta una curva o un póster publicitario, sino que a sus propias tallas y medidas. Celebré esa noche cenando humus con pan pita con mi esposa y supe que iba por un buen camino hacia la iluminación del budismo zen de la comida. 

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