Quizá lo más difícil de este proceso de mejorar mi salud es la relación que tengo con mi cuerpo. Desde siempre me he sentido en un constante proceso de cambio en la manera en que me veo. De niño andaba de arriba a abajo sin ninguna preocupación. Es más, ni siquiera recuerdo tener problemas con la comida más allá de tener que comerme las ensaladas en el almuerzo. Todo empezó cuando entré al umbral de la pubertad quizá. El cuerpo se tornó algo incómodo y doloroso, donde surgían vellos, la chilaca me empezaba a apestar, la ropa no me quedaba porque no era ni adulto ni niño, sino una cosa rara entre ambas. Mi mamá, para ahorrar, decidió que lo mejor sería tener ropa floja y grande porque en esa etapa iba a crecer Dios sabe hacia dónde.
Tanto así que no se me olvida que mi tía Lety nos hizo túnicas moradas para cargar el Jueves Santo a mí y a mis primos. Ella junto con mi mamá fueron a comprar la tela color berenjena a la octava avenida de la zona 1, entre los Dos Leones y una venta de ollas y sartenes que ahora es Roque Rosito. Pidieron algo así como quince yardas. Durante varias noches mi tía se pasó cosiendo tres trajes que más bien parecían cobertores de campana de iglesia. Al principio protestamos los tres porque parecía que un mal viento nos iba a llevar por los aires con todo y túnica, pero conforme las fuimos usando vimos que a diferencia de los demás cucuruchos, nosotros podíamos dar zancadas completas sin tropezarnos o romper los trajes. Usamos las putas túnicas por casi diez años.
Aún así nunca dejé de sentirme incómodo con mi cuerpo. Por alguna razón no era aceptable que a los trece años fuera un timbiriche –solo timba y chiches– y tenía que mejorar. Desde entonces amigos y familia siempre hicieron referencia a mi cuerpo. En las reuniones familiares mencionaban que cómo era de flaco cuando tenía siete años, que hiciera ejercicio y que no comiera pan. En el colegio eran las bromas más pesadas, y de las que incluso yo participaba hacia los otros gordos. Era una verdadera hecatombe entre los hombres contra los gordos. De las mujeres nunca supe nada en realidad, supongo que el temor a no ser el traidito del grado simplemente me invalidaba de pensar en buscar una novia. Había una especie de autocensura y una vergüenza tácita que debía cargar porque era gordito y no sabía bailar. Las hormonas no se me alborotaron tanto sino hasta terminar el diversificado cuando decidí quitarme algunos miedos de encima.
A la fecha aún sigo recriminando mi figura. Hay días que me siento cómodo, y otros donde me incomodo demasiado, donde veo las lonjas y pienso en lo fácil que sería rodajearlas con un machete, hacerme una liposucción, amputar montículos de grasa y estrías por todas partes. Aunque sigo en el proceso de hacer las paces con algunos alimentos, a veces no puedo evitar hacer un reparo en la comida y pensar que voy a seguir engordando y que de nada sirve todo esto. A pesar de que mis amistades y familiares más cercanos saben que estoy en este proceso siempre sigo recibiendo comentarios sobre mi cuerpo. Algunos en tono de burla, otros para puyarme y otros porque simplemente todos lo hacemos todo el tiempo.
Desde afuera todo es diverso, pero nunca dejo de pensar en que debería destruirme en el gimnasio todos los días buscando el cuerpo perfecto, la playera perfecta y el pantalón perfecto. Me baño y veo mi cuerpo y no dejo de preguntarme si será malo tener este tamaño, y que sería mejor tener los muslos delgados y tonificados. Por dentro siempre ando llevando ese pequeño dolor de nunca haber sido el atleta perfecto que todos pretendían que fuéramos. Tengo amigos de mi edad que se están quedando calvos, otros que han subido de peso, unos a los que no les sale barba, otros que se depilan las cejas y usan mil cremas en el rostro, los traiditos del colegio se han vuelto tipos comunes y corrientes, con cuerpos de treintañeros que perdieron ese brillo de la adolescencia. Y yo sigo aquí preguntándome cómo hago para sentirme mejor y salir de ese esquema del cuerpo perfecto.
No tengo empacho en andar en calzoneta, pero siempre quisiera sentirme a gusto con mi cuerpo y no tener que pensar en el canon a seguir, sino aceptar con gracia quién soy, que no me importe, andar con esa confianza que carga Christian Bale en su papel de Irving Rosenfeld en American Hustle. Al fin y al cabo todos soñamos para los demás una serie de cosas que terminan siendo otras a veces más grandiosas y otras tantas un poco trágicas. Quizá la clave está en aceptar las propias y seguir con la vida.
*Esta columna surgió de un ejercicio de mi nutricionista en torno a la concepción del cuerpo.
EL BLOG DEL GORDITO

Fanático de Chef’s Table y Master Chef. Soy panadero comercial, gourmet y galletero egresado del Intecap. Tipo de buen diente, aficionado a la cocina. El hijo tropical de Anton Ego y Julia Child.